Algunas personas no pierden oportunidad de hablar sobre sus obras de arte y artistas favoritos o sus hábitos de lectura. Hace poco leí en una red social a una escritora que contaba cómo se había «enamorado» de la ficción. Decía la autora que había empezado leyendo incontables libros de autoayuda, a los cuales debía su disciplina financiera, académica y atlética, y acaso su sabiduría en el amor y la amistad, y que en un principio la narrativa literaria le parecía tediosa. Tras obligarse a terminar cierto clásico de la literatura, y en consecuencia notar los resultados del esfuerzo en su intelecto y escritura, procuraba leer mínimo una novela o un tomo de relatos al mes.
En esa misma red, otra activista confesaba haber soñado con Gabriel García Márquez. Tal homenaje onírico, comentaba ella, era el más hermoso testimonio de su pasión por toda la obra del premio Nobel colombiano.
Como la vergüenza es uno de mis sentimientos predominantes, estos episodios de exhibicionismo intelectual me parecen tan vergonzosos como quitarse la ropa en plena calle o en supermercado. La lectura y la escritura solo me han ayudado a soportar la vida. Me siento más cerca de los dementes desdentados, de los infelices dedicados a monologar en una esquina y de los marginales vituperados por los hijos de Dios que de los narcisos de la academia y el mercado editorial.
La vergüenza me impide, incluso, sentirme moralmente superior a los propagandistas del yo. Tal vez todos estemos sobreviviendo de distintas maneras al odio profundo, al hondo desprecio por nosotros mismos. Unos lo hacen tomando el jarabe edulcorado de la vanidad. Quienes fingimos ser discípulos del dolor y alumnos de la amargura somos igual de vanos.
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