miércoles, 10 de febrero de 2021

Sobre la poesía «triunfal»

Uno de esos amigos que se pierden con el tiempo y las ideas criticaba mi práctica y teoría «quijotescas» de la poesía. Proclamaba este adalid del triunfalismo lírico que los mejores poemas se escriben para ser leídos en voz alta durante funerales, matrimonios, aniversarios, banquetes, recitales y premiaciones, y para engalanar esas ocasiones con un mensaje de esperanza y fraternidad. 

Decía este amigo que el poeta enamorado de su soledad y encadenado a su doloroso aislamiento es un cliché romántico, una momia pronta a deshacerse en su tumba mientras las nuevas generaciones cantan y bailan sobre la hierba, al son de guitarras con cuerdas de acero, aguardando un futuro en el cual todos nos sentiremos no solo tolerados e incluidos, sino amados.

Ignora este gurú de la nueva era que la poesía triunfalista suele ser nada más que un ejercicio de retórica. Por ejemplo, los versos iniciales de la Salutación del optimista no pueden declamarse sin un tono de mofa:

Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda,
espíritus fraternos, luminosas almas, ¡salve! 

Compárese la grandilocuente cacofonía de esas líneas con otras mucho más delicadas del mismo Rubén Darío:

En la tranquila noche, mis nostalgias amargas sufría.
En busca de quietud bajé al fresco y callado jardín.
En el obscuro cielo Venus bella temblando lucía,
como incrustado en ébano un dorado y divino jazmín.

A mi alma enamorada, una reina oriental parecía,
que esperaba a su amante bajo el techo de su camarín,
o que, llevada en hombros, la profunda extensión recorría,
triunfante y luminosa, recostada sobre un palanquín.

«¡Oh, reina rubia! —díjele—, mi alma quiere dejar su crisálida
y volar hacia a ti, y tus labios de fuego besar;
y flotar en el nimbo que derrama en tu frente luz pálida,

y en siderales éxtasis no dejarte un momento de amar».
El aire de la noche refrescaba la atmósfera cálida.
Venus, desde el abismo, me miraba con triste mirar.

De las primeras incursiones de Neruda en la poesía revolucionaria, publicadas en la Tercera residencia, la mejor es España en el corazón. ¿Por qué? Porque es una elegía y no un vaticinio de victoria: 

Generales
traidores:
mirad mi casa muerta,
mirad España rota:
pero de cada casa muerta sale metal ardiendo
en vez de flores,
pero de cada hueco de España
sale España,
pero de cada niño muerto sale un fusil con ojos,
pero de cada crimen nacen balas
que os hallarán un día el sitio
del corazón. 
 
Un «fusil con ojos», balas que salen a buscar el corazón de los verdugos como almas en pena: el patetismo aún estremece sin importar que la Guerra Civil Española sea en la actualidad una discusión histórica y no un abismo que sigue abierto. En cambio, en El canto de amor a Stalingrado el tono proselitista intenta compensar la limitación de los recursos poéticos:

En la noche el labriego duerme, despierta y hunde
su mano en las tinieblas preguntando a la aurora:
alba, sol de mañana, luz del día que viene,
dime si aún las manos más puras de los hombres
defienden el castillo del honor, dime, aurora,
si el acero en tu frente rompe su poderío,
si el hombre está en su sitio, si el trueno está en su sitio.
 
«Sol de mañana, luz del día que viene», «las manos puras de los hombres» y «el castillo del honor» son expresiones que necesitan de la lectura en voz alta para tratar de conmover o impresionar. Nada dicen cuando se leen en silencio. Nótese, además, la manida contraposición entre las tinieblas y la aurora.

La poesía que promete glorias militares o democráticas y que ensalza a un general o un líder político suele no ser más que un discurso rimado o caprichosamente escrito en verso libre. Desprovisto de los énfasis y las cadencias verbales, y del entusiasmo de las multitudes, el poema triunfal no es más que un manual de oratoria. El lector puede interpretar el papel del orador, aunque casi siempre como una caricatura. 

Con justa razón, Fernando Vallejo ha señalado el descarado pleonasmo que no sonrojó a Miguel Antonio Caro cuando este escribió: 

¡Patria! Te adoro en mi silencio mudo... 

Son versos que se parodian solos. Lo contrario sucede con una de las estrofas más hermosas del idioma, escritas por otro Caro, José Eusebio, ajenas a toda patriotería y afán de ser aplaudido:

¡Mientras tenemos despreciamos,
sentimos después de perder,
y entonces aquel bien lloramos
que se fue para no volver!

Sin los violines del lamento y sin las trompetas del apocalipsis la poesía pasa por los oídos dejando un aturdimiento más bien efímero, como el que se siente luego de un desfile militar. Sin el sabor de la derrota y la ira, los labios no la distinguen de esos licores demasiado dulces para ser entrañables. Todos somos perdedores, pasto del dolor, la rabia, la angustia, la enfermedad, la muerte y el olvido. La poesía es uno de los caminos por los cuales nuestra frágil materia puede dirigirse a la inmortalidad, solo para morir durante el viaje. 

El poeta que aspira al poder y al amor ha elegido el oficio equivocado. Sería mejor que siguiera una carrera política o financiera, aunque los poderosos y los inversionistas de bolsa también caen derrotados, enfermos y despreciados. 

La poesía es el arte de fracasar con estilo.

 

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