jueves, 25 de febrero de 2021

La infidelidad como virtud

Anoche descubrí con gran sorpresa que Django Reinhardt fue pintor «aficionado». Pensé de inmediato en una reseña biográfica sobre Debussy, según la cual el gran Claudio Aquiles le confesó a una estudiante de piano o a una cantante que su mayor frustración había sido no poder dedicar su vida a la pintura. Muchos innovadores en las artes toman prestadas las obsesiones y los ímpetus de artistas de otras disciplinas. La Noche Transfigurada y el Segundo Cuarteto de Arnold Schoenberg se basan en obras de los poetas alemanes Richard Dehmel y Stefan George, respectivamente. Cierto poema de Julio Herrera y Reissig evoca desde el título los excesos wagnerianos, y la verborrea cortaziana aspira a emular las acrobacias armónicas del bebop. 

Los artistas exclusivamente dedicados a su arte primordial son más la excepción que la regla. Frédéric Chopin es, quizás, el genio más representativo de ese grupo sin intereses periféricos. Parece que la fuerza creativa es tan desbordante en algunos que no basta un solo medio de expresión. Además de desarrollar un sistema musical para disciplinar su angustia, Schoenberg también confió al lienzo el testimonio de su penuria. El actor Dirk Bogarde escribió varios volúmenes autobiográficos, epistolares y de ficción con un estilo muy semejante al de su trabajo en el cine: magistral en la precisión del gesto y de la observación. Crear personajes ante la cámara con la materia prima de sus experiencias y emociones no fue suficiente. Su necesidad de comunicar lo indecible y aligerar el peso de los recuerdos halló otro cauce en las letras. 

Las revoluciones nacen en los lugares de la mente donde los artistas se entregan a estas infidelidades. No es gratuito que el poema sinfónico se origine en leyendas y dramas, ni que varias de las novelas más representativas de un siglo o de un movimiento se hayan concebido mientras el autor escuchaba alguna sonata, sinfonía u obertura. Tampoco que la pintura clásica, romántica y de tendencias posrománticas deba tanto a Ovidio y a las compilaciones de otros mitógrafos. Ni que el surrealista Luis Buñuel, gran admirador del realista Benito Pérez Galdós, adaptara Nazarín y Tristana. Mucho menos que Charles Baudelaire, Rubén Darío y Octavio Paz hayan sido críticos y entusiastas de los iconoclastas de la pintura en sus respectivas épocas, ni que ensayaran efectos y estilos pictóricos en sus versos. Piénsese, por ejemplo, en la violencia cromática de la Fábula de Joan Miró: rojo, azul, amarillo, negro, llamas, estrellas, caras tiznadas de cenizas, nieve derretida. Paz renuncia al claroscuro, a las brumas y a los tonos intermedios, grises y pasteles de la sentimentalidad como ocurre en el neoprimitivismo de Miró.

Para dominar un arte se requiere disciplina y autocrítica. Para llevarlo más allá de sus límites parece indispensable practicar o admirar otros con el ojo y el oído del aficionado, salvo en el ya citado caso de Chopin. La infidelidad es una virtud en el ámbito de la estética.

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