Muchos siguen atribuyendo a la hechicería y al demonio tormentosas realidades de la naturaleza humana como los celos, la lujuria, las adicciones, la depresión aguda y los trastornos psiquiátricos. Cuando una persona generalmente solitaria tolera e incluso justifica los maltratos y la promiscuidad de un amante, familiares y amigos empiezan a comentar que esa falta de dignidad se debe a un menjurje menstrual, a un símbolo tejido con vellos púbicos o a un ritual practicado sobre un viejo colchón. Alguien me contó una vez el caso de un matrimonio que estaba a punto de acabarse porque el esposo tenía un amorío muy apasionado con una novia del pasado o una compañera de trabajo. La mamá de la esposa le pidió paciencia a su hija, una mujer profesional, atractiva y hogareña. La señora comentaba que su yerno solo podía obrar así porque estaba embrujado. ¿Cómo explicar que le fuera infiel a una compañera tan intachable y noble? ¿Cómo podía arriesgarse a perder la custodia de sus hijos? Claramente —pensaba la suegra—, las escapadas del marido eran efecto de una pócima o de un rezo. Había que contrarrestarlas orando o consultando a un chamán.
El lector habrá oído o vivido casos parecidos. No falta el supersticioso que recomienda dejar en manos de charlatanes como angeólogos, numerólogos, astrólogos, tarotistas y hechiceros urbanos o selváticos a quien bebe o come demasiado, fuma tabaco o marihuana día y noche, mezcla píldoras para el dolor y estimulantes, está a punto de perder la razón y el patrimonio por andar relacionado con explotadores y sádicos, o a quien llega al trabajo cada vez más pálido y ojeroso. Esta fe en el ocultismo y la magia, de la que tanto se aprovechan estafadores de toda índole, incluidos también los expertos en coaching, programación neurolingüística y demás pamplinas cientificistas, persiste y perdurará indefinidamente porque se desconoce el poder de las emociones. Para los crédulos el ser humano es una criatura gobernada por los dioses, y muchos agnósticos y ateos siguen creyendo en la omnipotencia de la razón con un fervor monacal. En realidad, vivimos disfrazando la codicia, la envidia, el miedo a la pobreza y la soledad, y sentimientos de orfandad y venganza con discursos mágico-religiosos, políticos, filosóficos y hasta sentimentales. Cuando no podemos ocultar una emoción la achacamos a lo sobrenatural, a lo ideológico o a una inclinación poética —por ejemplo, tildar de «sensibilidad» la tendencia a idealizar y sufrir de rodillas ante un ídolo erótico—. Olvidamos o ignoramos qué fácilmente se conectan la angustia y el aburrimiento con todas las manifestaciones de la destructividad, desde las masivas hasta las íntimas. El masoquista y el adicto ven en el sádico y en el objeto de su adicción, respectivamente, una puerta de salida al laberinto de la existencia. ¡Vaya tentación!
Los jíbaros de la superchería se aprovechan de nuestro empeño en creernos mucho más nobles, fuertes y lúcidos de lo que somos. Quien no acepta que su compañía puede aburrir al ser amado o que este al fin de cuentas es vulnerable al hastío y al afán de novedad como todos los mortales, será manipulado por los que saben aprovecharse de las personalidades maniqueas. Quien vive convencido de ser el único devoto o el último romántico en este valle de impiedad, en esta jungla de sátiros y bacanales, entregará su confianza y sus ahorros al que halague su soberbia y se presente como su aliado en la lucha contra el enemigo, llámese Satanás, el mal, las concubinas del esposo mujeriego o la exnovia en brazos del mejor amigo. Tampoco están a salvo de los mercantilistas del misticismo aquellos que enmascaran su infelicidad con las apariencias. Los mercachifles de gotas florales, velones, jabones, amuletos, estatuas de santos y charlas de motivación están al acecho de quienes se casaron por interés o por temor a la sexualidad, de los que se meten a las iglesias huyendo de algún vicio, y de los encadenados a un trabajo lucrativo y monótono.
Si hay algo parecido en el mundo real a las brujas son las mentiras que nos decimos a nosotros mismos, pues nos encomendamos a ellas para elevarnos sobre lo humano y terminamos hundidos en el fondo de nuestra penosa humanidad. Entre más cuerdos y felices queremos parecer, más susceptibles somos de engañarnos a nosotros mismos con la ayuda del esoterismo. Solo estamos a salvo de los brujos y los gurús, y solo podemos resistir a los mesianismos políticos e intelectuales cuando abandonamos la búsqueda de nirvanas, justicias divinas y destinos legibles, cuando aceptamos nuestra condición de navegantes del azar entre los vientos de la fortuna.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario