viernes, 26 de febrero de 2021

Carros de «marketa»

Me contaron que en una de las tantas y cruentas discusiones entre una pareja mexicana, la esposa le dijo a quien tiempo después se convertiría en su exesposo: «¡Te quiero ver puchando un carro de marketa en la calle!». El lector de cualquier otra nacionalidad oirá esa amenaza  como si se tratara de un chiste por el uso enfático del espanglish. Los angloparlantes me disculparán la obviedad, pero es necesario aclararles a algunos amigos indiferentes al inglés el significado de las palabras «puchar» y «marketa». La primera es una adaptación coloquial del verbo push, «empujar» en el idioma de Shakespeare, y el sustantivo «marketa» es una españolización de market, «mercado» o «tienda de abarrotes». 

«Puchar un carro de marketa» es, pues, empujar un carro de compras.

Aquí en California el precio de compra y alquiler de casas, apartamentos e incluso cuartos de huéspedes es tan alto que se estima que más de 150.000 personas viven en las calles del estado, 5.000 de ellas en Los Ángeles. Perder el empleo, padecer una enfermedad crónica sin estar cubierto por un seguro médico bastante costoso, caer en el abismo de una adicción o no poder ejercer de manera prolongada una labor por problemas de salud mental, y no contar con la generosidad de familiares o amigos, basta para quedar durmiendo en las aceras o bajo los puentes de las autopistas, dentro de carpas de plástico, chozas de cartón o camionetas destartaladas. 

Los homeless o hobos, como se le llama a la gente sin hogar, suelen guardar y mover su ropa, cobijas y otras provisiones en carros de mercado que encuentran abandonados en las andenes o muy apartados en los parqueaderos de los supermercados. 

La señora mexicana quería ver a su entonces marido hundido en la miseria.

Durante mis paseos a pie o en bicicleta por el Valle de San Fernando veo con ominosa frecuencia estos carros, a veces tirados en una esquina o amontonados a lo largo de una cuadra. Hace unas semanas me topé con uno en el que habían dejado una bolsa de papas fritas. Un cuervo inmenso las devoraba a placer. Su lustroso plumaje llenaba el interior como un tesoro y un agüero, no sé de qué. Casi a diario paso por una avenida poblada por personas sin techo. De noche, a unos metros del vecindario de carpas, aparecen en hileras carros atestados de chaquetas pantalones, zapatos, mantas, bolsas plásticas y utensilios desechables. 

Antes de irme de Colombia sentía una gran felicidad cuando montaba a mi hijo en uno de estos carros mientras hacía las compras en un supermercado. Hoy los miro y el temor me llena la espalda de hormigas. 

Al pie de las cajas registradoras o en las páginas de ventas por internet, los carros de compras son el símbolo de la abundancia. Lejos de las «marketas» se transforman en una señal de ruina. ¡Cuánto nos parecemos a este objeto! Debemos toda nuestra utilidad y significado a las circunstancias. El «yo» es solo un refugio semántico, el dibujo de un carrito en el extremo de una pantalla. Llevamos mercancía o andrajos por pura casualidad. La suerte nos empuja y ni siquiera ella sabe en qué lugar terminaremos volcados. 

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