Creo haber leído en un libro de José María Vargas Vila la expresión «pasión devoradora». No recuerdo exactamente cuándo, pero pudo haber sido hace unos veinte años. Tal vez la releí en una de mis frecuentes visitas a sus panfletos, a los que siempre vuelvo para deleitarme con la amalgama de preciosismo, furia y humor tan propia de su estilo. Esa relectura tampoco es reciente. Sin embargo, oí en mi cabeza las palabras «pasión devoradora» mientras despertaba hace unas horas, después de haber dormido menos de lo necesario por estar escribiendo mucho más allá de la medianoche.
¿Qué me hizo recordarlas con tal intensidad, como si mis ojos se hubiesen detenido en ellas poco antes de cerrarse a la vigilia? Sin duda el malestar del cuerpo, dolido por la falta de reposo, devorado por la pasión que me obliga a dialogar conmigo mismo y con los ausentes ante la página en blanco. Las pasiones son madres tan amantes como severas: nos animan a buscar la dicha y nos castigan brutalmente mientras la perseguimos. Nos espolean y nos desangran con sus espuelas. Nos invitan al ensueño y nos restan años de vida al dejarnos abandonados una y otra vez en lo profundo del insomnio.
No se equivocaba del todo Spinoza cuando atribuía a las pasiones un carácter negativo. Incluso las personas más mesuradas se verán arriesgando su bienestar y sus medios por alguna pasión acaso furtiva o inconsciente, porque todos necesitamos sentimos aferrados a la vida para no morir de inmediato. Las pasiones son nuestra conciencia de la vida y, al mismo tiempo, los gérmenes de nuestra destrucción. La ecuanimidad también es una pasión enemiga de otras pasiones y sus efectos carcomen por dentro a los sabios, como seguramente ocurrió a Spinoza.
«Pasión devoradora» es un pleonasmo. Poético, sí, pero pleonasmo al fin de cuentas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario