Debo a Fernando Echeverry, uno de mis profesores de Historia en los años del bachillerato, el descubrimiento de Krzysztof Kieslowski y de John Cage. Recuerdo que un día nos llevó a una de las salas de televisión del colegio para mostrarnos el primer episodio del Decálogo del director polaco, en el que un personaje toma una decisión trascendental de acuerdo con la respuesta de una computadora. Si la memoria no me falla, Fernando comentaba que la película era una crítica al primer mandamiento de nuestro tiempo, según el cual las máquinas nos librarían de la incertidumbre, el dolor y la enfermedad. En una palabra: de nuestra humanidad.
A medida que pasan los años esta anécdota resulta más y más extraordinaria. En primer lugar, un profesor se animó a compartir con sus estudiantes adolescentes, generalmente apáticos a todo lo que no fuera pornografía o deportes, un filme europeo sin balaceras, escenas eróticas ni humor escatológico. En segundo lugar, vimos una obra que invitaba a la duda y la negación en un colegio donde implorábamos entendimiento a Dios antes de empezar la jornada de clases. Este es uno de los momentos más entrañables de mi educación.
Fernando también nos habló de 3'44'', aquella composición de John Cage en la que músicos y público desempeñan por igual el papel de intérpretes y oyentes porque solo hay silencios escritos en la partitura, y de las Sonatas para Piano Preparado, es decir, un piano cuyo mecanismo ha sido alterado con tornillos, gomas y tenedores. Poco después leí el poema tan árido como intrigante de Octavio Paz sobre Cage, y surgió en mí una admiración y simpatía infantiles por el compositor estadounidense, sentimientos invulnerables al desengaño y la mesura de la adultez. Hasta la fecha no puedo oír la música de Cage, ver una de sus entrevistas ni leer un fragmento de sus ensayos sin sonreír.
Hace unos días vi el documental How To Get Out Of The Cage: A Year With John Cage. El músico no solo confiaba a una versión computarizada del I Ching la estructura armónica de sus obras, sino el rumbo de sus conversaciones con el documentalista Frank Scheffer. Cronómetro en mano, meditaba durante unos instantes sobre algún tema y echaba a rodar los dados del sistema hundiendo una tecla de su computadora. Decía, por ejemplo: «Diez segundos sobre Nueva York» o «treinta segundos sobre la ópera». El tiempo de sus disertaciones era una lotería de unos y ceros.
Esta máquina convertida en un portal del azar me recordó a la otra del personaje de Kieslowski, también provista de un carácter divino. El personaje de la película le otorga a la computadora el poder de decidir sobre la vida y la muerte. Por su parte, Cage la transformó en un artefacto mágico cuyas operaciones señalan al compositor la dirección de la armonía o la disonancia, y así logró convertirse en un oyente más de su propia obra. El protagonista del filme intenta escribir el destino con la ayuda de la tecnología, pero de una manera sistemática. Cage fue un transcriptor de los designios o los caprichos de los dioses. Su música es una caligrafía tan ilegible y llamativa como la existencia. En Kieslowski la computadora es Dios y nosotros, los idólatras de nuestras invenciones más aparatosas —Él mismo entre ellas—; en Cage, es simultáneamente un oráculo y una herramienta cotidiana, un instrumento; un metrónomo o un sintetizador, digamos. Sin embargo, para el panteísta aun el objeto más cotidiano está lleno de divinidad. De ahí que el compositor estadounidense escribiera piezas para ser interpretadas con teteras, ollas, dispensadores de agua, vasos y bañeras.
La asociación entre John Cage, Krzysztof Kieslowski y Fernando Echeverry fue inmediata en cuanto terminé de ver aquel documental sobre el primero de ellos. Empecé este escrito convencido de poder explicarla con una lógica evidente. Confié en mi pensamiento de la misma forma en que el personaje del Decálogo en su computadora. Termino aceptando que estas líneas no son más que la celebración de una coincidencia, de unos descubrimientos y de mi ignorancia fundamental. Soy una nota o un silencio elegido al azar en la sinfonía del universo. No sé quién me escribe y sospecho que mi creador tampoco sabe quién le dicta la música.
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