jueves, 11 de febrero de 2021

Estructuras mentales

Muchas veces una tendencia política y religiosa desaparece, pero sigue manifestándose de una manera psicológica tanto en el individuo como en la sociedad. Unos pensamos que la monarquía es un vestigio decorativo de otros siglos; otros, como Salvador Dalí y algunas periodistas radicalmente frívolas, consideran que los reyes, las reinas, los príncipes y las princesas son la encarnación de la excelencia genética —disculpe el lector esta paráfrasis tan vaga de aquel pintor—. Sin embargo, aun los más progresistas, los que desdeñan todo tiempo pasado y los apolíticos por indolencia sienten por las estrellas del cine, la televisión y la música una admiración tan desmedida como la que separaba al plebeyo del emperador en otras épocas. 

Leí hace un poco en un libro sobre la historia de la música occidental que Hollywood había consolidado una nueva realeza. Esta afirmación, en apariencia inconsecuente, dice mucho sobre lo que llamamos posmodernidad: las celebridades son los soles terrenales, los semidioses de hoy, y no porque tengan más dinero o sean más influyentes que los dueños de compañías titánicas o de países enteros, sino porque consciente o inconscientemente se les percibe como el recipiente perfecto de la belleza y el talento de la especie. Una nebulosa de misterio las rodea: ¿por qué son tan infelices en medio de tanto esplendor, como la princesa descrita por Rubén Darío en su Sonatina? Algunos optan por llevar máscaras y capuchas, como si las metrópolis fueran una extensión del plató o la tarima donde representan al heredero de corona disfrazado para perderse en la aldea. 

Hace unos meses estalló en la televisión y la prensa el escándalo de una comediante, presentadora y mercachifle del altruismo que sometía al elenco de su programa a toda suerte de humillaciones, salvo a sus invitados más famosos, por supuesto. Según testigos, los asistentes más cercanos a la déspota advertían al resto de los empleados que no se le podía ver a los ojos. Semejante requisito pertenece a las cortes de un ayer muy distante, pero ha llegado a este presente. Que en pleno siglo XXI un ser humano exija que no se le mire a la cara demuestra que los sentimientos de superioridad e inferioridad no solo de clase, sino de condición natural, no se limitan a la monarquía y han perdurado hasta nuestros días.

No pocas veces la idolatría por las celebridades desborda lo monárquico y entra en los dominios de lo religioso, aunque la monarquía y la religión han guardado siempre una relación muy estrecha. Es posible que algún rasgo psicológico o biológico de nuestra naturaleza tienda a la genuflexión, a inclinarse ante los poderosos, los genios, los gurús y, mucho peor, a las ideas. ¿Cuántos materialistas, escépticos y pesimistas no se han destruido a sí mismos, a su entorno y a su obra por ir en pos de abstracciones como la perfección, la belleza, la verdad, la fuerza o la pureza del espíritu y del intelecto? Incluso los más incrédulos nos hallamos de repente teorizando sobre arte y política en los cielos de Platón. A pesar de nuestro pretendido cinismo y de saber que la tiranía de la razón es tan perversa como la de los monarcas, terminamos persiguiendo arquetipos con el fanatismo que condenamos en otros.

Todo lo anterior no es una invitación a sucumbir al determinismo, sino a tenerse paciencia. Tal vez nos estamos liberando de nosotros mismos cuando hablamos de la libertad del pensamiento, la solidaridad y la justicia social.


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