No siempre el que calla le da la razón al otro. El silencio puede ser el refugio de quien se ha equivocado, un velo delgadísimo tras el cual se esconde la falta de argumentos o una bandera blanca en medio de la ignorancia rampante. Pero también puede ser un hacha o un martillo de hielo, un instrumento quirúrgico hundido sin anestesia hasta el fondo de la conciencia, un espejo que se alarga en torno de alguien y lo condena casi perpetuamente a su propia imagen.
La crítica que el amigo se guarda, el saludo no devuelto por una persona querida o deseada, y la aversión que una novia o amante jamás confesó, ni siquiera en el momento de la ruptura, nos arrojan a un pozo donde oímos día y noche las peores sospechas y las verdades más duras, donde nuestra mente repite y repite unas palabras que otros labios no se atrevieron a pronunciar.
El que calla muy pocas veces nos otorga la victoria y a menudo nos deja a merced del temor, la culpa y el dolor. Los místicos son los masoquistas más grandes porque viven enumerando sus pecados bajo el silencio de Dios.
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