domingo, 28 de febrero de 2021

Universo


Un planeta náufrago encuentro a mis pies. Más allá hay otros mundos, lunas, caracoles, pliegues, huellas, algas, bandadas de gaviotas y otras aves cuyos nombres ignoro; las olas, las olas... las olas. Un pensamiento por cada ola. 

Todo lo pequeño me parece innumerable y todo lo cercano, un enigma. El presente guarda tantos misterios como el futuro. Aquí y ahora sucede el infinito. Aquí y ahora el universo calla.

El otro cielo


Sobre la playa
un firmamento de conchas:
el mar es otro cielo. 

sábado, 27 de febrero de 2021

El mesero

Hace unas pocas horas estuve en un restaurante japonés. Nos atendió un mesero de la misma nacionalidad que tropezaba con las palabras del inglés para hacerse entender. Su marcado acento le obligaba a repetir varias veces el nombre de los platillos. Ocultaba su frustración detrás de una cortesía tan nerviosa como sus movimientos entre las dos únicas mesas que el restaurante podía ofrecer a sus clientes en un pequeño patio. Por orden de la Gobernación de California, solo se puede comer al aire libre y los grupos de comensales deben estar separados al menos por seis pies de distancia.

El mesero llevaba una máscara quirúrgica y un visor de protección como el que usan los odontólogos. Esas precauciones de la pandemia complicaban aún más sus esfuerzos por hacerse entender. Trataba de alzar la voz lo suficiente para ser oído y casi siempre lo lograba al tercer intento. Era un hombre de unos sesenta años. Su pelo ya más plateado que oscuro se había quedado en una moda de finales de los años setenta o principios de los ochenta, pues he visto cortes similares en películas y carátulas de álbumes musicales grabados en Japón por esa época. Caminaba con una inclinación que lo hacía parecer más viejo y frenaba un poco su nerviosismo. 

Había algo venerable en aquel hombre. Dudo que fuera un principiante en su oficio. ¿Era el dueño del restaurante luchando por mantener a flote su negocio durante la crisis del covid-19? ¿Era un inmigrante que cargaba sobre sus espaldas el recuerdo de un pasado ilustre y ahora debía ganarse la vida atendiendo a gente a menudo malhumorada e impaciente por el hambre? Solo sé que vi en aquel mesero un espejo de mi propia torpeza y fragilidad. ¿Cuántas veces no he andado por la vida como si pisara cáscaras de huevo, implorando la correspondencia o al menos la aprobación de un amor imposible? El temor a equivocarme en un nuevo trabajo también me ha hecho tormentosamente precavido y al fin de cuentas he caído de bruces en el error.

El aturdimiento es uno de los estados más humanos. Admiramos a Sherlock Holmes como se admira un arquetipo, pero el inspector Clouseau de Peter Sellers representa nuestra verdadera naturaleza. 

La comida fue exquisita y la labor del mesero, impecable. Nos sugirió un refresco japonés delicioso. Cuando le preguntamos por los ingredientes de la bebida, nos pidió que los leyéramos en la lata, donde estaban escritos en inglés, y se retiró disculpándose. Muchas veces he sido este hombre ante los ojos de los demás: un extraño entre mis amigos y una sombra entre los extraños. 

Mientras observaba al mesero recordaba los últimos versos de aquella Sonata de Mutis: 

«como un camarero al que gritan en el desorden matinal de los hoteles,
órdenes, insultos y vagas promesas, en todas las lenguas de la tierra».

Así voy por el mundo, disimulando con las palabras mi enorme desconcierto.

viernes, 26 de febrero de 2021

Carros de «marketa»

Me contaron que en una de las tantas y cruentas discusiones entre una pareja mexicana, la esposa le dijo a quien tiempo después se convertiría en su exesposo: «¡Te quiero ver puchando un carro de marketa en la calle!». El lector de cualquier otra nacionalidad oirá esa amenaza  como si se tratara de un chiste por el uso enfático del espanglish. Los angloparlantes me disculparán la obviedad, pero es necesario aclararles a algunos amigos indiferentes al inglés el significado de las palabras «puchar» y «marketa». La primera es una adaptación coloquial del verbo push, «empujar» en el idioma de Shakespeare, y el sustantivo «marketa» es una españolización de market, «mercado» o «tienda de abarrotes». 

«Puchar un carro de marketa» es, pues, empujar un carro de compras.

Aquí en California el precio de compra y alquiler de casas, apartamentos e incluso cuartos de huéspedes es tan alto que se estima que más de 150.000 personas viven en las calles del estado, 5.000 de ellas en Los Ángeles. Perder el empleo, padecer una enfermedad crónica sin estar cubierto por un seguro médico bastante costoso, caer en el abismo de una adicción o no poder ejercer de manera prolongada una labor por problemas de salud mental, y no contar con la generosidad de familiares o amigos, basta para quedar durmiendo en las aceras o bajo los puentes de las autopistas, dentro de carpas de plástico, chozas de cartón o camionetas destartaladas. 

Los homeless o hobos, como se le llama a la gente sin hogar, suelen guardar y mover su ropa, cobijas y otras provisiones en carros de mercado que encuentran abandonados en las andenes o muy apartados en los parqueaderos de los supermercados. 

La señora mexicana quería ver a su entonces marido hundido en la miseria.

Durante mis paseos a pie o en bicicleta por el Valle de San Fernando veo con ominosa frecuencia estos carros, a veces tirados en una esquina o amontonados a lo largo de una cuadra. Hace unas semanas me topé con uno en el que habían dejado una bolsa de papas fritas. Un cuervo inmenso las devoraba a placer. Su lustroso plumaje llenaba el interior como un tesoro y un agüero, no sé de qué. Casi a diario paso por una avenida poblada por personas sin techo. De noche, a unos metros del vecindario de carpas, aparecen en hileras carros atestados de chaquetas pantalones, zapatos, mantas, bolsas plásticas y utensilios desechables. 

Antes de irme de Colombia sentía una gran felicidad cuando montaba a mi hijo en uno de estos carros mientras hacía las compras en un supermercado. Hoy los miro y el temor me llena la espalda de hormigas. 

Al pie de las cajas registradoras o en las páginas de ventas por internet, los carros de compras son el símbolo de la abundancia. Lejos de las «marketas» se transforman en una señal de ruina. ¡Cuánto nos parecemos a este objeto! Debemos toda nuestra utilidad y significado a las circunstancias. El «yo» es solo un refugio semántico, el dibujo de un carrito en el extremo de una pantalla. Llevamos mercancía o andrajos por pura casualidad. La suerte nos empuja y ni siquiera ella sabe en qué lugar terminaremos volcados. 

jueves, 25 de febrero de 2021

La infidelidad como virtud

Anoche descubrí con gran sorpresa que Django Reinhardt fue pintor «aficionado». Pensé de inmediato en una reseña biográfica sobre Debussy, según la cual el gran Claudio Aquiles le confesó a una estudiante de piano o a una cantante que su mayor frustración había sido no poder dedicar su vida a la pintura. Muchos innovadores en las artes toman prestadas las obsesiones y los ímpetus de artistas de otras disciplinas. La Noche Transfigurada y el Segundo Cuarteto de Arnold Schoenberg se basan en obras de los poetas alemanes Richard Dehmel y Stefan George, respectivamente. Cierto poema de Julio Herrera y Reissig evoca desde el título los excesos wagnerianos, y la verborrea cortaziana aspira a emular las acrobacias armónicas del bebop. 

Los artistas exclusivamente dedicados a su arte primordial son más la excepción que la regla. Frédéric Chopin es, quizás, el genio más representativo de ese grupo sin intereses periféricos. Parece que la fuerza creativa es tan desbordante en algunos que no basta un solo medio de expresión. Además de desarrollar un sistema musical para disciplinar su angustia, Schoenberg también confió al lienzo el testimonio de su penuria. El actor Dirk Bogarde escribió varios volúmenes autobiográficos, epistolares y de ficción con un estilo muy semejante al de su trabajo en el cine: magistral en la precisión del gesto y de la observación. Crear personajes ante la cámara con la materia prima de sus experiencias y emociones no fue suficiente. Su necesidad de comunicar lo indecible y aligerar el peso de los recuerdos halló otro cauce en las letras. 

Las revoluciones nacen en los lugares de la mente donde los artistas se entregan a estas infidelidades. No es gratuito que el poema sinfónico se origine en leyendas y dramas, ni que varias de las novelas más representativas de un siglo o de un movimiento se hayan concebido mientras el autor escuchaba alguna sonata, sinfonía u obertura. Tampoco que la pintura clásica, romántica y de tendencias posrománticas deba tanto a Ovidio y a las compilaciones de otros mitógrafos. Ni que el surrealista Luis Buñuel, gran admirador del realista Benito Pérez Galdós, adaptara Nazarín y Tristana. Mucho menos que Charles Baudelaire, Rubén Darío y Octavio Paz hayan sido críticos y entusiastas de los iconoclastas de la pintura en sus respectivas épocas, ni que ensayaran efectos y estilos pictóricos en sus versos. Piénsese, por ejemplo, en la violencia cromática de la Fábula de Joan Miró: rojo, azul, amarillo, negro, llamas, estrellas, caras tiznadas de cenizas, nieve derretida. Paz renuncia al claroscuro, a las brumas y a los tonos intermedios, grises y pasteles de la sentimentalidad como ocurre en el neoprimitivismo de Miró.

Para dominar un arte se requiere disciplina y autocrítica. Para llevarlo más allá de sus límites parece indispensable practicar o admirar otros con el ojo y el oído del aficionado, salvo en el ya citado caso de Chopin. La infidelidad es una virtud en el ámbito de la estética.

sábado, 20 de febrero de 2021

Brujería

Muchos siguen atribuyendo a la hechicería y al demonio tormentosas realidades de la naturaleza humana como los celos, la lujuria, las adicciones, la depresión aguda y los trastornos psiquiátricos. Cuando una persona generalmente solitaria tolera e incluso justifica los maltratos y la promiscuidad de un amante, familiares y amigos empiezan a comentar que esa falta de dignidad se debe a un menjurje menstrual, a un símbolo tejido con vellos púbicos o a un ritual practicado sobre un viejo colchón. Alguien me contó una vez el caso de un matrimonio que estaba a punto de acabarse porque el esposo tenía un amorío muy apasionado con una novia del pasado o una compañera de trabajo. La mamá de la esposa le pidió paciencia a su hija, una mujer profesional, atractiva y hogareña. La señora comentaba que su yerno solo podía obrar así porque estaba embrujado. ¿Cómo explicar que le fuera infiel a una compañera tan intachable y noble? ¿Cómo podía arriesgarse a perder la custodia de sus hijos? Claramente —pensaba la suegra—, las escapadas del marido eran efecto de una pócima o de un rezo. Había que contrarrestarlas orando o consultando a un chamán. 

El lector habrá oído o vivido casos parecidos. No falta el supersticioso que recomienda dejar en manos de charlatanes como angeólogos, numerólogos, astrólogos, tarotistas y hechiceros urbanos o selváticos a quien bebe o come demasiado, fuma tabaco o marihuana día y noche, mezcla píldoras para el dolor y estimulantes, está a punto de perder la razón y el patrimonio por andar relacionado con explotadores y sádicos, o a quien llega al trabajo cada vez más pálido y ojeroso. Esta fe en el ocultismo y la magia, de la que tanto se aprovechan estafadores de toda índole, incluidos también los expertos en coaching, programación neurolingüística y demás pamplinas cientificistas, persiste y perdurará indefinidamente porque se desconoce el poder de las emociones. Para los crédulos el ser humano es una criatura gobernada por los dioses, y muchos agnósticos y ateos siguen creyendo en la omnipotencia de la razón con un fervor monacal. En realidad, vivimos disfrazando la codicia, la envidia, el miedo a la pobreza y la soledad, y sentimientos de orfandad y venganza con discursos mágico-religiosos, políticos, filosóficos y hasta sentimentales. Cuando no podemos ocultar una emoción la achacamos a lo sobrenatural, a lo ideológico o a una inclinación poética —por ejemplo, tildar de «sensibilidad» la tendencia a idealizar y sufrir de rodillas ante un ídolo erótico—. Olvidamos o ignoramos qué fácilmente se conectan la angustia y el aburrimiento con todas las manifestaciones de la destructividad, desde las masivas hasta las íntimas. El masoquista y el adicto ven en el sádico y en el objeto de su adicción, respectivamente, una puerta de salida al laberinto de la existencia. ¡Vaya tentación!

Los jíbaros de la superchería se aprovechan de nuestro empeño en creernos mucho más nobles, fuertes y lúcidos de lo que somos. Quien no acepta que su compañía puede aburrir al ser amado o que este al fin de cuentas es vulnerable al hastío y al afán de novedad como todos los mortales, será manipulado por los que saben aprovecharse de las personalidades maniqueas. Quien vive convencido de ser el único devoto o el  último romántico en este valle de impiedad, en esta jungla de sátiros y bacanales, entregará su confianza y sus ahorros al que halague su soberbia y se presente como su aliado en la lucha contra el enemigo, llámese Satanás, el mal, las concubinas del esposo mujeriego o la exnovia en brazos del mejor amigo. Tampoco están a salvo de los mercantilistas del misticismo aquellos que enmascaran su infelicidad con las apariencias. Los mercachifles de gotas florales, velones, jabones, amuletos, estatuas de santos y charlas de motivación están al acecho de quienes se casaron por interés o por temor a la sexualidad, de los que se meten a las iglesias huyendo de algún vicio, y de los encadenados a un trabajo lucrativo y monótono.

Si hay algo parecido en el mundo real a las brujas son las mentiras que nos decimos a nosotros mismos, pues nos encomendamos a ellas para elevarnos sobre lo humano y terminamos hundidos en el fondo de nuestra penosa humanidad. Entre más cuerdos y felices queremos parecer, más susceptibles somos de engañarnos a nosotros mismos con la ayuda del esoterismo. Solo estamos a salvo de los brujos y los gurús, y solo podemos resistir a los mesianismos políticos e intelectuales cuando abandonamos la búsqueda de nirvanas, justicias divinas y destinos legibles, cuando aceptamos nuestra condición de navegantes del azar entre los vientos de la fortuna.

viernes, 19 de febrero de 2021

Reescribirse

Vivo reescribiéndome. Muchas veces empiezo alguna de estas bagatelas con la certeza de que tengo algo brillante que decir y al cabo de unas pocas frases me hallo detestando mi estilo, mis pensamientos y mi ignorancia sobre tantas cosas. Borro todo lo que he escrito. La página y mi mente quedan en blanco. Celebro ese momento de vaciedad oyendo música, tomando el sol en el balcón y viendo las ardillas saltar entre los árboles. Durante unos minutos me siento hermano de esas criaturas y concedo tanta importancia a las plantas como a mi propia existencia. «Soy nada y soy el mundo», pienso. 

Mas no crea el lector que esta iluminación me convierte en el profeta de un culto unipersonal. Tardo poco en volver ante la pantalla, en abrir las hojas de los cuadernos donde garrapateo versos, opiniones y confesiones, y vuelvo a buscar el sentido de mi existencia en palabras que seguramente ya han escrito otros. De todas formas, la esperanza de pulir mis ideas, aligerar mi prosa y encontrar una lucidez prolongada en la mitad de un párrafo me salvan de perder totalmente la fe en la escritura.

Cuanto más repaso, corrijo o destruyo mis apuntes, comprendo que yo soy lo que escribo, lo que borro y lo que escribo de nuevo, repitiendo o eliminando lo anterior. Disfrazo con el ensayo poético, la reseña crítica y la anécdota autobiográfica mi realidad de mueca frente al espejo y de grito rayado en la pared. 

Vivo tachándome a latigazos, puñaladas, golpes de martillo, y reescribiéndome con las uñas.

jueves, 18 de febrero de 2021

Tormento del silencio

No siempre el que calla le da la razón al otro. El silencio puede ser el refugio de quien se ha equivocado, un velo delgadísimo tras el cual se esconde la falta de argumentos o una bandera blanca en medio de la ignorancia rampante. Pero también puede ser un hacha o un martillo de hielo, un instrumento quirúrgico hundido sin anestesia hasta el fondo de la conciencia, un espejo que se alarga en torno de alguien y lo condena casi perpetuamente a su propia imagen. 

La crítica que el amigo se guarda, el saludo no devuelto por una persona querida o deseada, y la aversión que una novia o amante jamás confesó, ni siquiera en el momento de la ruptura, nos arrojan a un pozo donde oímos día y noche las peores sospechas y las verdades más duras, donde nuestra mente repite y repite unas palabras que otros labios no se atrevieron a pronunciar.

El que calla muy pocas veces nos otorga la victoria y a menudo nos deja a merced del temor, la culpa y el dolor. Los místicos son los masoquistas más grandes porque viven enumerando sus pecados bajo el silencio de Dios.

miércoles, 17 de febrero de 2021

Sherlock Holmes, superhéroe

The Woman in Green (1945) no es la mejor ni la peor de las catorce adaptaciones de Sherlock Holmes protagonizadas por Basil Rathbone. Es el tipo de películas que solo vemos los aficionados al detective creado por Arthur Conan Doyle y al más famoso de sus intérpretes cinematográficos para ocuparnos en una noche solitaria y también presumir de fervor y disciplina, aunque a los ojos de los demás tal presunción resulta más infantil que admirable. Hace siete años, en una de las épocas más hurañas de mi huraña vida, me refugié durante dos semanas entre los catorce filmes de la serie. Cierto día le hablé de esta pequeña hazaña —sería mejor llamarla rareza— a Fernando Santacruz, un amigo que no solo ama el cine, sino que está dedicado a él como documentalista. De inmediato me preguntó, desconcertado, por qué lo había hecho. Mi frágil vanidad se derrumbó ante su extrañeza.

Pese al veredicto de coleccionistas y críticos, debo admitir que The Woman in Green es la película que más recuerdo del ciclo. Sin duda alguna The Hound of the Baskervilles, The Adventures of Sherlock Holmes —ambas estrenadas en 1939— y The Scarlet Claw (1944) son las tres mejores. Otras en las que el victoriano residente de Baker Street se enfrenta a los nazis y recibe honores en la Casa Blanca son más mencionadas por estos anacronismos. The Woman in Green no es una vuelta a la época en la que Conan Doyle ubicó a su personaje ni una obra de propaganda contra el fascismo. 

¿Qué la hace, entonces, memorable? Solo un capricho de quien escribe estos párrafos. En el filme, una mujer se vale de su atractivo deslumbrante y su experticia en hipnosis para atrapar a varios aristócratas en una trama de extorsión. Mientras investiga el asesinado de uno de estos caballeros, Holmes descubre la pista que le conducirá a la malvada. En el cara a cara final ella prueba su encanto y sus métodos con el detective, pero él, a diferencia de nosotros los mortales, no es un títere del deseo ni un esclavo de la tentación. Su poder consiste en no tener las debilidades por las cuales perdemos noches de sueño, años de vida, ahorros, trabajos, amores, amistades y la calma de nuestra soledad. 

A mis casi treinta y siete años de edad, el dominio sobre las pasiones me parece tan extraordinario como la facultad de volar entre planetas o edificios. Por eso volví a sentir hace unos días, al ver nuevamente The Woman in Green, la plenitud del niño que mira en la televisión un capítulo de su serie favorita de superhéroes.

lunes, 15 de febrero de 2021

Kieslowski, Cage, las computadoras y Dios

Debo a Fernando Echeverry, uno de mis profesores de Historia en los años del bachillerato, el descubrimiento de Krzysztof Kieslowski y de John Cage. Recuerdo que un día nos llevó a una de las  salas de televisión del colegio para mostrarnos el primer episodio del Decálogo del director polaco, en el que un personaje toma una decisión trascendental de acuerdo con la respuesta de una computadora. Si la memoria no me falla, Fernando comentaba que la película era una crítica al primer mandamiento de nuestro tiempo, según el cual las máquinas nos librarían de la incertidumbre, el dolor y la enfermedad. En una palabra: de nuestra humanidad.

A medida que pasan los años esta anécdota resulta más y más extraordinaria. En primer lugar, un profesor se animó a compartir con sus estudiantes adolescentes, generalmente apáticos a todo lo que no fuera pornografía o deportes, un filme europeo sin balaceras, escenas eróticas ni humor escatológico. En segundo lugar, vimos una obra que invitaba a la duda y la negación en un colegio donde implorábamos entendimiento a Dios antes de empezar la jornada de clases. Este es uno de los momentos más entrañables de mi educación. 

Fernando también nos habló de 3'44'', aquella composición de John Cage en la que músicos y público desempeñan por igual el papel de intérpretes y oyentes porque solo hay silencios escritos en la partitura, y de las Sonatas para Piano Preparado, es decir, un piano cuyo mecanismo ha sido alterado con tornillos, gomas y tenedores. Poco después leí el poema tan árido como intrigante de Octavio Paz sobre Cage, y surgió en mí una admiración y simpatía infantiles por el compositor estadounidense, sentimientos invulnerables al desengaño y la mesura de la adultez. Hasta la fecha no puedo oír la música de Cage, ver una de sus entrevistas ni leer un fragmento de sus ensayos sin sonreír. 

Hace unos días vi el documental How To Get Out Of The Cage: A Year With John Cage. El músico no solo confiaba a una versión computarizada del I Ching la estructura armónica de sus obras, sino el rumbo de sus conversaciones con el documentalista Frank Scheffer. Cronómetro en mano, meditaba durante unos instantes sobre algún tema y echaba a rodar los dados del sistema hundiendo una tecla de su computadora. Decía, por ejemplo: «Diez segundos sobre Nueva York» o «treinta segundos sobre la ópera». El tiempo de sus disertaciones era una lotería de unos y ceros.

Esta máquina convertida en un portal del azar me recordó a la otra del personaje de Kieslowski, también provista de un carácter divino. El personaje de la película le otorga a la computadora el poder de decidir sobre la vida y la muerte. Por su parte, Cage la transformó en un artefacto mágico cuyas operaciones señalan al compositor la dirección de la armonía o la disonancia, y así logró convertirse en un oyente más de su propia obra. El protagonista del filme intenta escribir el destino con la ayuda de la tecnología, pero de una manera sistemática. Cage fue un transcriptor de los designios o los caprichos de los dioses. Su música es una caligrafía tan ilegible y llamativa como la existencia. En Kieslowski la computadora es Dios y nosotros, los idólatras de nuestras invenciones más aparatosas —Él mismo entre ellas—; en Cage, es simultáneamente un oráculo y una herramienta cotidiana, un instrumento; un metrónomo o un sintetizador, digamos. Sin embargo, para el panteísta aun el objeto más cotidiano está lleno de divinidad. De ahí que el compositor estadounidense escribiera piezas para ser interpretadas con teteras, ollas, dispensadores de agua, vasos y bañeras.

La asociación entre John Cage, Krzysztof Kieslowski y Fernando Echeverry fue inmediata en cuanto terminé de ver aquel documental sobre el primero de ellos. Empecé este escrito convencido de poder explicarla con una lógica evidente. Confié en mi pensamiento de la misma forma en que el personaje del Decálogo en su computadora. Termino aceptando que estas líneas no son más que la celebración de una coincidencia, de unos descubrimientos y de mi ignorancia fundamental. Soy una nota o un silencio elegido al azar en la sinfonía del universo. No sé quién me escribe y sospecho que mi creador tampoco sabe quién le dicta la música.

viernes, 12 de febrero de 2021

«Pasión devoradora»

Creo haber leído en un libro de José María Vargas Vila la expresión «pasión devoradora». No recuerdo exactamente cuándo, pero pudo haber sido hace unos veinte años. Tal vez la releí en una de mis frecuentes visitas a sus panfletos, a los que siempre vuelvo para deleitarme con la amalgama de preciosismo, furia y humor tan propia de su estilo. Esa relectura tampoco es reciente. Sin embargo, oí en mi cabeza las palabras «pasión devoradora» mientras despertaba hace unas horas, después de haber dormido menos de lo necesario por estar escribiendo mucho más allá de la medianoche. 

¿Qué me hizo recordarlas con tal intensidad, como si mis ojos se hubiesen detenido en ellas poco antes de cerrarse a la vigilia? Sin duda el malestar del cuerpo, dolido por la falta de reposo, devorado por la pasión que me obliga a dialogar conmigo mismo y con los ausentes ante la página en blanco. Las pasiones son madres tan amantes como severas: nos animan a buscar la dicha y nos castigan brutalmente mientras la perseguimos. Nos espolean y nos desangran con sus espuelas. Nos invitan al ensueño y nos restan años de vida al dejarnos abandonados una y otra vez en lo profundo del insomnio. 

No se equivocaba del todo Spinoza cuando atribuía a las pasiones un carácter negativo. Incluso las personas más mesuradas se verán arriesgando su bienestar y sus medios por alguna pasión acaso furtiva o inconsciente, porque todos necesitamos sentimos aferrados a la vida para no morir de inmediato. Las pasiones son nuestra conciencia de la vida y, al mismo tiempo, los gérmenes de nuestra destrucción. La ecuanimidad también es una pasión enemiga de otras pasiones y sus efectos carcomen por dentro a los sabios, como seguramente ocurrió a Spinoza. 

«Pasión devoradora» es un pleonasmo. Poético, sí, pero pleonasmo al fin de cuentas. 

Nocturno en prosa

Caminando al menos una hora todas las noches he aprendido que la poesía es una fiesta de la imaginación y un regreso, no solo a la infancia más temprana, sino al origen del mundo. Todo se reinventa, todo vuelve al misterio a través del ensueño poético. Entregado a la fantasía, el pensamiento juega a confundir la sombra de un arbusto con la de un hombre, a patinar en el asfalto mojado de luz, a sospechar que el aroma del frío guarda un secreto, a convertir al soñador en una hormiga entre edificios altos como dioses, a preguntarse si las estrellas también se lamentan de estar tan lejos.

Hace unos días escribí que la poesía era el arte de fracasar con estilo. Ahora corrijo: la poesía es el más íntimo de los triunfos.

jueves, 11 de febrero de 2021

Estructuras mentales

Muchas veces una tendencia política y religiosa desaparece, pero sigue manifestándose de una manera psicológica tanto en el individuo como en la sociedad. Unos pensamos que la monarquía es un vestigio decorativo de otros siglos; otros, como Salvador Dalí y algunas periodistas radicalmente frívolas, consideran que los reyes, las reinas, los príncipes y las princesas son la encarnación de la excelencia genética —disculpe el lector esta paráfrasis tan vaga de aquel pintor—. Sin embargo, aun los más progresistas, los que desdeñan todo tiempo pasado y los apolíticos por indolencia sienten por las estrellas del cine, la televisión y la música una admiración tan desmedida como la que separaba al plebeyo del emperador en otras épocas. 

Leí hace un poco en un libro sobre la historia de la música occidental que Hollywood había consolidado una nueva realeza. Esta afirmación, en apariencia inconsecuente, dice mucho sobre lo que llamamos posmodernidad: las celebridades son los soles terrenales, los semidioses de hoy, y no porque tengan más dinero o sean más influyentes que los dueños de compañías titánicas o de países enteros, sino porque consciente o inconscientemente se les percibe como el recipiente perfecto de la belleza y el talento de la especie. Una nebulosa de misterio las rodea: ¿por qué son tan infelices en medio de tanto esplendor, como la princesa descrita por Rubén Darío en su Sonatina? Algunos optan por llevar máscaras y capuchas, como si las metrópolis fueran una extensión del plató o la tarima donde representan al heredero de corona disfrazado para perderse en la aldea. 

Hace unos meses estalló en la televisión y la prensa el escándalo de una comediante, presentadora y mercachifle del altruismo que sometía al elenco de su programa a toda suerte de humillaciones, salvo a sus invitados más famosos, por supuesto. Según testigos, los asistentes más cercanos a la déspota advertían al resto de los empleados que no se le podía ver a los ojos. Semejante requisito pertenece a las cortes de un ayer muy distante, pero ha llegado a este presente. Que en pleno siglo XXI un ser humano exija que no se le mire a la cara demuestra que los sentimientos de superioridad e inferioridad no solo de clase, sino de condición natural, no se limitan a la monarquía y han perdurado hasta nuestros días.

No pocas veces la idolatría por las celebridades desborda lo monárquico y entra en los dominios de lo religioso, aunque la monarquía y la religión han guardado siempre una relación muy estrecha. Es posible que algún rasgo psicológico o biológico de nuestra naturaleza tienda a la genuflexión, a inclinarse ante los poderosos, los genios, los gurús y, mucho peor, a las ideas. ¿Cuántos materialistas, escépticos y pesimistas no se han destruido a sí mismos, a su entorno y a su obra por ir en pos de abstracciones como la perfección, la belleza, la verdad, la fuerza o la pureza del espíritu y del intelecto? Incluso los más incrédulos nos hallamos de repente teorizando sobre arte y política en los cielos de Platón. A pesar de nuestro pretendido cinismo y de saber que la tiranía de la razón es tan perversa como la de los monarcas, terminamos persiguiendo arquetipos con el fanatismo que condenamos en otros.

Todo lo anterior no es una invitación a sucumbir al determinismo, sino a tenerse paciencia. Tal vez nos estamos liberando de nosotros mismos cuando hablamos de la libertad del pensamiento, la solidaridad y la justicia social.


miércoles, 10 de febrero de 2021

Sobre la poesía «triunfal»

Uno de esos amigos que se pierden con el tiempo y las ideas criticaba mi práctica y teoría «quijotescas» de la poesía. Proclamaba este adalid del triunfalismo lírico que los mejores poemas se escriben para ser leídos en voz alta durante funerales, matrimonios, aniversarios, banquetes, recitales y premiaciones, y para engalanar esas ocasiones con un mensaje de esperanza y fraternidad. 

Decía este amigo que el poeta enamorado de su soledad y encadenado a su doloroso aislamiento es un cliché romántico, una momia pronta a deshacerse en su tumba mientras las nuevas generaciones cantan y bailan sobre la hierba, al son de guitarras con cuerdas de acero, aguardando un futuro en el cual todos nos sentiremos no solo tolerados e incluidos, sino amados.

Ignora este gurú de la nueva era que la poesía triunfalista suele ser nada más que un ejercicio de retórica. Por ejemplo, los versos iniciales de la Salutación del optimista no pueden declamarse sin un tono de mofa:

Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda,
espíritus fraternos, luminosas almas, ¡salve! 

Compárese la grandilocuente cacofonía de esas líneas con otras mucho más delicadas del mismo Rubén Darío:

En la tranquila noche, mis nostalgias amargas sufría.
En busca de quietud bajé al fresco y callado jardín.
En el obscuro cielo Venus bella temblando lucía,
como incrustado en ébano un dorado y divino jazmín.

A mi alma enamorada, una reina oriental parecía,
que esperaba a su amante bajo el techo de su camarín,
o que, llevada en hombros, la profunda extensión recorría,
triunfante y luminosa, recostada sobre un palanquín.

«¡Oh, reina rubia! —díjele—, mi alma quiere dejar su crisálida
y volar hacia a ti, y tus labios de fuego besar;
y flotar en el nimbo que derrama en tu frente luz pálida,

y en siderales éxtasis no dejarte un momento de amar».
El aire de la noche refrescaba la atmósfera cálida.
Venus, desde el abismo, me miraba con triste mirar.

De las primeras incursiones de Neruda en la poesía revolucionaria, publicadas en la Tercera residencia, la mejor es España en el corazón. ¿Por qué? Porque es una elegía y no un vaticinio de victoria: 

Generales
traidores:
mirad mi casa muerta,
mirad España rota:
pero de cada casa muerta sale metal ardiendo
en vez de flores,
pero de cada hueco de España
sale España,
pero de cada niño muerto sale un fusil con ojos,
pero de cada crimen nacen balas
que os hallarán un día el sitio
del corazón. 
 
Un «fusil con ojos», balas que salen a buscar el corazón de los verdugos como almas en pena: el patetismo aún estremece sin importar que la Guerra Civil Española sea en la actualidad una discusión histórica y no un abismo que sigue abierto. En cambio, en El canto de amor a Stalingrado el tono proselitista intenta compensar la limitación de los recursos poéticos:

En la noche el labriego duerme, despierta y hunde
su mano en las tinieblas preguntando a la aurora:
alba, sol de mañana, luz del día que viene,
dime si aún las manos más puras de los hombres
defienden el castillo del honor, dime, aurora,
si el acero en tu frente rompe su poderío,
si el hombre está en su sitio, si el trueno está en su sitio.
 
«Sol de mañana, luz del día que viene», «las manos puras de los hombres» y «el castillo del honor» son expresiones que necesitan de la lectura en voz alta para tratar de conmover o impresionar. Nada dicen cuando se leen en silencio. Nótese, además, la manida contraposición entre las tinieblas y la aurora.

La poesía que promete glorias militares o democráticas y que ensalza a un general o un líder político suele no ser más que un discurso rimado o caprichosamente escrito en verso libre. Desprovisto de los énfasis y las cadencias verbales, y del entusiasmo de las multitudes, el poema triunfal no es más que un manual de oratoria. El lector puede interpretar el papel del orador, aunque casi siempre como una caricatura. 

Con justa razón, Fernando Vallejo ha señalado el descarado pleonasmo que no sonrojó a Miguel Antonio Caro cuando este escribió: 

¡Patria! Te adoro en mi silencio mudo... 

Son versos que se parodian solos. Lo contrario sucede con una de las estrofas más hermosas del idioma, escritas por otro Caro, José Eusebio, ajenas a toda patriotería y afán de ser aplaudido:

¡Mientras tenemos despreciamos,
sentimos después de perder,
y entonces aquel bien lloramos
que se fue para no volver!

Sin los violines del lamento y sin las trompetas del apocalipsis la poesía pasa por los oídos dejando un aturdimiento más bien efímero, como el que se siente luego de un desfile militar. Sin el sabor de la derrota y la ira, los labios no la distinguen de esos licores demasiado dulces para ser entrañables. Todos somos perdedores, pasto del dolor, la rabia, la angustia, la enfermedad, la muerte y el olvido. La poesía es uno de los caminos por los cuales nuestra frágil materia puede dirigirse a la inmortalidad, solo para morir durante el viaje. 

El poeta que aspira al poder y al amor ha elegido el oficio equivocado. Sería mejor que siguiera una carrera política o financiera, aunque los poderosos y los inversionistas de bolsa también caen derrotados, enfermos y despreciados. 

La poesía es el arte de fracasar con estilo.

 

martes, 9 de febrero de 2021

Vergüenza

Algunas personas no pierden oportunidad de hablar sobre sus obras de arte y artistas favoritos o sus hábitos de lectura. Hace poco leí en una red social a una escritora que contaba cómo se había «enamorado» de la ficción. Decía la autora que había empezado leyendo incontables libros de autoayuda, a los cuales debía su disciplina financiera, académica y atlética, y acaso su sabiduría en el amor y la amistad, y que en un principio la narrativa literaria le parecía tediosa. Tras obligarse a terminar cierto clásico de la literatura, y en consecuencia notar los resultados del esfuerzo en su intelecto y escritura, procuraba leer mínimo una novela o un tomo de relatos al mes. 

En esa misma red, otra activista confesaba haber soñado con Gabriel García Márquez. Tal homenaje onírico, comentaba ella, era el más hermoso testimonio de su pasión por toda la obra del premio Nobel colombiano. 

Como la vergüenza es uno de mis sentimientos predominantes, estos episodios de exhibicionismo intelectual me parecen tan vergonzosos como quitarse la ropa en plena calle o en supermercado. La lectura y la escritura solo me han ayudado a soportar la vida. Me siento más cerca de los dementes desdentados, de los infelices dedicados a monologar en una esquina y de los marginales vituperados por los hijos de Dios que de los narcisos de la academia y el mercado editorial. 

La vergüenza me impide, incluso, sentirme moralmente superior a los propagandistas del yo. Tal vez todos estemos sobreviviendo de distintas maneras al odio profundo, al hondo desprecio por nosotros mismos. Unos lo hacen tomando el jarabe edulcorado de la vanidad. Quienes fingimos ser discípulos del dolor y alumnos de la amargura somos igual de vanos.