sábado, 20 de marzo de 2021

Otra vez el ego

El yo contiene los vicios y las flaquezas, pero también los talentos y las virtudes. Una de las más grandes manifestaciones de ese odio a sí mismo inherente a varias religiones es el afán de renunciar al yo. Esta locura mística hace pensar en una fábula en la que el caracol y la tortuga renegaran de su concha y de su caparazón. Ciertos «iluminados», entonces, vienen a ser criaturas dedicadas a despreciar el armazón que las contiene. La lucha contra el yo también recuerda la demencia destructiva de quienes prenden llamas a su propia casa porque donde otros ven paredes sucias y alfombras polvorientas ellos alucinan con ejércitos de cucarachas y ratas

El yo no es un palacio ni un fuerte, sino más bien un muelle o un punto de referencia. Es la partitura a la espera de un intérprete y un lienzo inacabado al que, además, le falta el ojo del otro sin el cual la experiencia artística resulta incompleta. Nunca nos encontramos en el yo, pero fuera de él no podemos buscar el sentido de la existencia. Los profetas quieren derribar los muros de la identidad para inundar la soledad con un sentimiento de hermandad cósmica. Ignoran que el universo es una gran soledad. Aunque forme una bandada, el pájaro sigue volando en la soledad del cielo.

El yo es, de hecho, una soledad: la concavidad donde pueden verterse el amor, el deseo, la imaginación y el conocimiento. Sin el yo, somos un vaso lleno de sí mismo; esto es, un sólido. O una estatua de piedra, como esas ante las cuales meditan algunos «iluminados».

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