En este imperio donde llueven a cántaros los idiomas del mundo,
ninguno tan inútil como el que me has dado
para invocar tu nombre y dejarme hablando solo.
No se movieron tus ojos ni tus labios de piedra
cuando lancé mi plegaria a tus alturas.
Entre más me revolcaba al pie de tu altar
como un gusano entre gusanos
más helada era tu sombra gigantesca.
Tuve hambre y escuché en tu risa
un tintineo de cubiertos y vajillas.
Tuve sed y respondiste
al murmullo de mi garganta
con un relámpago tan lejano
que ya no pude temerte ni esperarte.
Basta ya de andar por las calles y los patios,
por los muelles y los montes para caer de rodillas
ante Dionisio y Orfeo, ante las musas y las bacantes,
ante Diana y su séquito, ante Afrodita y Artemisa,
ante las nereidas, las oréades y las náyades.
No hay labios de mármol ni aire que guarden
el secreto o la medida del placer y del canto.
Solo estoy en este valle lamido y azotado por todas las lenguas,
oyendo su granizo romper las ventanas
y viendo un torrente de lodo llevarse mi fe.
Nunca me llamaste entre la multitud confundida
porque tu destino era callar como siempre han callado los dioses.
jueves, 11 de marzo de 2021
El silencio en Babel
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