jueves, 4 de marzo de 2021

Edén

El paraíso es todo lo que se ha perdido: la infancia, la juventud, la salud, una ventana hacia las montañas o el mar, una casa donde los muertos siguen leyendo el periódico o riéndose del mismo chiste, un patio sobre el cual se detuvo para siempre un arrebol, un amor recordado con doloroso cariño a pesar de haberse hundido en la lava del odio o el fango de la vergüenza como un ídolo primitivo, una época no vivida tan intensamente por andar buscando esa otra tierra prometida: el futuro. 

La expulsión del paraíso es lo que separa al humano de las fieras. Los otros animales viven y mueren ignorando sus dones. El pájaro canta porque es pájaro, no porque celebre la dicha de volar. Ser humano es tener conciencia del deterioro propio y ajeno. De ahí el carácter paradisiaco de la niñez: cuando estamos pequeños creemos que los abuelos nacieron viejos y los padres, adultos. Empezamos a comprender lo que significa ser niños al observar los poderes y los sacrificios de los mayores. Ellos pueden callarnos y castigarnos, pero deben estudiar y trabajar aunque estén muy cansados y aburridos, hablan siempre escondidos detrás de sus modales y no tienen permitido dormir ni jugar cuanto quisieran. Entendemos que crecer es ir ganando fuerza y perdiendo libertad. Después comenzamos a temer la decadencia del cuerpo antes de padecerla y añoramos la juventud aun sin haberla perdido. 

El paraíso existe desde que Adán y Eva fueron expulsados de él. 

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