A cambio de mansiones y opulentos almacenes,
te ofrezco la ciudad donde vivo corazón adentro,
cuna de mis mayores y destino de mis pensamientos.
Cuando ya tu mano no quiera levantarse
a saludar millonarios, ingenieros y abogados,
vuelve la mirada a los samanes, ceibas, guayacanes
que te invitarán a su sombra y en la umbría
te ofrendarán mi cuerpo, si un día compartes
esta lujuria sin tregua, este anhelo sin lluvia.
A cambio de aeropuertos, autopistas, restaurantes, hospitales,
recibe el viento y la hojarasca que en torbellinos desfila
por mis calles tocando flautas, guarachas y maracas;
los siete ríos desbordados una misma madrugada de Semana Santa,
tras el diluvio de toda una noche, y las casas donde los impíos
despertamos aún manchados de pecado y con el barro a la cintura;
una tienda de barrio tristemente parecía a otra tienda de barrio
en la cual te espero sin conocerte aún y sin qué tú la conozcas,
mientras sigue sentado a mi lado otro amor como un borracho dormido;
el parque cuyas estatuas leprosas y tuertas
a nadie declaman sus sonetos ni reprochan el olvido,
y sonrientes observan las palomas o escuchan a los locos;
las áridas canchas en que mi padre
sufrió las primeras patadas de la vida
y su fantasma niño sigue jugando sin levantar el polvo;
las tabernas oscuras a pesar de sus neones,
los cruces clavadas a los cerros y también a mi pasado,
las montañas que imponen su verdor a la neblina y al humo,
los espejos miserables y mágicos al fondo de los huecos en el asfalto,
los andenes vencidos por las raíces y sepultados bajo pétalos rosados,
las esquinas donde no sé por qué me detengo, los buses con rumbo a la nostalgia...
Si te conviertes a mi adoración por ti y en tu nombre mi cordura sacrificas,
tuya será toda la entrañable fealdad de este mundo tan ajeno al tuyo,
pero tan ansioso de tu llegada, como si yo fuera la sequía y tú, el aguacero.
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