No se debería hablar de ellas en singular. Quien se refiere a «la gaviota» solamente como ese puñado de alada espuma, como ese jirón de nube que adorna muelles y playas, presagia el calor o la tibieza de un día de verano o primavera, y simboliza la dicha o la calma de unas horas pasadas junto al mar, lo ignora casi todo de estas aves.
Es cierto que las gaviotas aparecen sobre nuestra cabeza y se pierden de nuestra vista con la gracia de un aeroplano de juguete invulnerable a los vientos repentinos y, por lo tanto, al destrozo de sus piezas contra la tierra y al dolor de su piloto. También es verdad que a veces, cuando sobrevuelan en el mismo punto durante un instante, hacen pensar en una cometa sujeta por un hilo invisible a una mano detrás del horizonte.
¿Pero qué decir de esa rapacidad de águilas con que descienden entre las olas y de su manera felina de disputarse un trozo de pan bajo un banco de piedra en algún puerto? Frente al sol que se pone, se distinguen de los cuervos o de los murciélagos solo por su tamaño y por el remar de sus alas en el oscuro pastel o en la sangre del cielo. Sus bandadas forman una flecha y se retiran como si ellas hubiesen matado la tarde. Su chillido siempre urgente tiene algo de fin de mundo.
Si las gaviotas realmente son un símbolo, representan ante todo la belleza de tantas cosas que pueden aniquilarnos en cualquier momento y la majestad de los horrores que aún no acaban con nosotros por mera cuestión de azar.
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