El pasado me devora
de adentro hacia afuera.
A las garras enormes de la nostalgia,
a sus colmillos de maquinaria pesada,
a sus mandíbulas de roedor gigantesco
debo este vacío que tú llamas «presente».
No me estás oyendo a mí, sino a los perdidos,
a los muertos, a los que siguen hablando y riendo
como si aún vivieran en esa casa vendida hace tantos años,
como si aún pudieran levantarse a las cinco y media de la mañana,
recoger el periódico en la puerta, preparar el café, sentarse en el comedor,
leer las noticias antes del desayuno y murmurar, entre sorbo y sorbo, una canción,
como si aún te esperaran en un balcón para mostrarte en su mirada un planeta de ámbar desolado.
Tampoco late mi corazón ni crujen mis entrañas.
Entre las costillas me retumban palabras ignoradas o nunca dichas,
los pasos anteriores a un abrazo, el llanto después de un regalo, rumores
de cortinas que la luz agita levemente en una foto demasiado amarilla de la memoria.
Asómate a mis ojos cuando veo en la televisión el comercial de alguna medicina y recuerdo
sus ojos tan brotados, tan ausentes, o esa muralla de frascos erigida por mi padre sobre una mesa
y derrumbada por la muerte tras cuatro años de asedio.
Mira las telarañas que unen mis huesos como si vieras
la frágil esperanza a la cual te aferras para cruzar el abismo
entre hoy y mañana, entre cada quincena, entre el deseo y el fracaso.
Acércate y quédate observando mi presencia de hueco en la pared o de nocturna ventana.
Al fondo, en la misma sala de otro tiempo, están los que te dejaron más solo y menos vivo.
Ninguna mano huesuda tocará tu hombro mientras duermes,
te halará los pies a la madrugada,
ni dejará caer las ollas mientras te cepillas los dientes.
Tú eres el fantasma.
Estás lleno de apariciones.
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