La búsqueda de una voz, esto es, de un estilo característico, es el santo grial de las artes. Todos los pecados contra el lector o el espectador parecen lícitos en esa cacería de la grandeza: el barroquismo, la aridez, incluso la vulgaridad escatológica (Miller, Bukowski). Sin embargo, ni los más osados llegan a diferenciarse de sus maestros o de sus modelos, salvo en unos casos tan excepcionales como vilipendiados. Por ejemplo, los adictos a las monografías reniegan de los excesos de Vargas Vila, autor que, al fin de cuentas, se reconoce instantáneamente por la división bíblica de sus párrafos y su abuso del adjetivo y el punto y coma. Es cierto que su descripción hipermodernista de paisajes puede causar migraña; también es verdad que al maestro del insulto no se le puede copiar: su talento para la desmesura lo aleja tanto de la imitación como de la parodia. Su originalidad hace que toda comparación con escritores de su época o de otras, y todo debate sobre el mérito literario de sus novelas, ensayos y panfletos parezca pervertido por la envidia.
En el jazz esta distinción del individuo, del artista, no depende de una operación intelectual, sino que es algo directamente emocional, automático. Los puristas pueden machacar a ciertas figuras por su enorme popularidad y su carácter un tanto folclórico —Chet Baker, digamos—. Pero quienes estudian para tocar ante el público, por amor a la música, o quienes siguen oyendo con los oídos y no con los ojos comprenden que al identificar a un solista de jazz han participado en un acto de magia: un solo ser humano entre los innumerables que han habitado la tierra habla a través de un instrumento como si contara un secreto, un íntimo sentir, una triste noticia o uno de esos pequeños triunfos que son en realidad el sustento de nuestra vida —un amor correspondido, una reconciliación, el origen de una pasión—. No importa que el músico haya muerto hace décadas, que se haya retirado de los escenarios y los estudios de grabación, que habite un país o una ciudad lejana ni que se comunique entre los suyos en una lengua ajena. Sigue vivo, está muy cerca del oyente, cantando con su propia voz o a través de un instrumento en un idioma universal, en ese presente de la música que dura tres o trece minutos tan largos como una existencia entera.
El mejor jazz es un triunfo del individuo contra la mortalidad, la victoria de la sensualidad sobre lo efímero de la carne. Dicen los creyentes que la eternidad solo abre sus puertas a quienes se abstienen de los placeres. La música es un deleite que hace olvidar la muerte por un instante durante el cual el tiempo se suspende. Las religiones prometen la paz del más allá a los penitentes. En cambio, el sonido de Paul Desmond nos abre las puertas del paraíso a los réprobos.
Esta divagación se me ocurrió mientras oía la formidable emisora Kjazz 88.1, compañera de atardeceres en las autopistas de California. Comparto algunas piezas para que la torpeza de mis palabras se diluya en la música:
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