Así como poblamos la oscuridad con nuestros miedos, el otro —ese eterno desconocido— es el cristal en el que nos enfrentamos al reflejo propio. Nuestros enemigos se parecen mucho a nosotros mismos, especialmente en su manera de odiarnos, porque día a día, cuando no hora tras hora, debemos resistir a la tentación de aplastarnos la cabeza contra una pared, de arrancarnos la lengua y arrojarla a la basura, o convertir nuestras manos en la soga del verdugo.
Exigimos a los amantes que encuentren el fantasma de un amor en uno de nuestros incontables laberintos. Nos decepcionan si se niegan a contentar nuestra locura; si deciden seguirnos el juego, nos perdemos junto con ellos en algún recoveco por andar buscando a la madre o al padre ausente, o a una pareja del ayer o del ensueño. Vivimos empecinados en negar la realidad del ser amado y le atribuimos a su existencia y a su pensamiento, tan limitados como los nuestros, poderes divinos o demoniacos. Sin embargo, llevamos la vara mágica del hada en nuestra mano y la aureola del ángel brilla sobre nuestras cabezas. De la misma forma, nos pertenecen el recetario de la bruja y el pelaje de la bestia. Lo sublime y lo horrible del amante están en nosotros. Si no fuera así, no podríamos reconocer o imaginar su bondad ni su maldad.
A nadie conocemos. Ni siquiera al amigo de toda la vida. Solo vemos destellos o sombras de las fuerzas que bullen dentro de su humanidad como en el centro de un planeta. Nos conocemos un poco más a nosotros mismos. Desde esa ignorancia a medias interpretamos y juzgamos los actos y la inacción de los demás. Muchas veces basta una cortesía para enamorarse, pues desde el fondo del desamor la cordialidad parece un milagro. Acusamos al vecino de una mezquindad engendrada por nuestro aburrimiento o nuestra amargura. El otro es una ventana. Tardamos mucho tiempo en descubrir el interior. Pasamos décadas, cuando no toda la vida, encantados y horrorizados por la imagen de quien está mirando por fuera.
lunes, 16 de agosto de 2021
El misterio que somos
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