Siempre esperamos la medianoche del treinta y uno de diciembre con la esperanza de que los próximos doce meses le robarán a la fantasía todo aquello que ansiamos. La embriaguez, la dicha y la ilusión de la víspera forman grietas sobre la realidad. A través de ellas vemos cómo nuestros deseos aguardan, encerrados en una cárcel cuya ubicación desconocemos, el momento en que la suerte dinamitará los muros de sus celdas y saldrán a gozar de nuestra libertad.
Olvidamos que el deseo solo se ama a sí mismo, que la insatisfacción es el espejo ante el cual vive admirándose y que, por lo tanto, las decepciones serán inevitables. Peor aún, ignoramos cuántas alegrías menospreciadas cuando eran costumbres, pan de cada día, rituales cotidianos o frecuentes, se irán con el año agonizante para nunca más volver.
Me asomé por primera vez a esta verdad en la última noche del año 2014. Noté en la piel de mi abuela Ana una palidez rutilante bajo las lámparas de neón del quiosco donde celebrábamos la llegada del año 2015. Sería también el último treinta y uno que celebrara con mi primo Zachary, pero en su caso no tenía la menor idea de esa fatalidad.
El palor de la abuela me hizo volver de los ensueños de amor, placer y viajes a un presente dominado por la conciencia de la muerte. El temor me empujó al silencio. En ese momento no pregunté por el aspecto de Mamá Ana, como la llamábamos todos sus nietos, ni hice el menor comentario al respecto. En marzo de 2015 a la abuela se le diagnosticó un cáncer y falleció luego de varios meses de un tratamiento tortuoso. Su postración y sus quejas son algunos de los recuerdos más dolorosos de mi vida.
En cambio, no recibí del destino ni del azar ninguna señal de que el 31 de diciembre de 2017 sería el último en que pudiera abrazar a mi papá. Recuerdo su alegría al salir a la calle junto con su hermano Diego para mirar y oír los relámpagos y los estruendos de los cohetes y los volcanes, la lata o la botella de cerveza en su mano, y su satisfacción por haber reunido a unos cuantos familiares en nuestro apartamento, en especial a la tía Mercedes, siempre renuente a esos encuentros. Tan contento estaba mi padre que debí advertirle cuán cerca estaba la humareda de la pólvora. Al verla, regresó con una agilidad casi de niño a la portería del edificio donde vivíamos, riéndose de su despiste.
A mediados de enero su salud empezó a declinar rápidamente. Murió el 7 de septiembre de 2018. Me hubieran bastado una semana de tempestades, el canto de un pájaro o la advertencia de un ciego para atesorar el más leve detalle de ese último treinta y uno mientras trascurría, y para compartir más plenamente con mi papá la felicidad de estar vivo.
Mientras haya vida, siempre será posible que una charla, un abrazo o un beso sean los últimos. Es insensato lamentar la brevedad de la existencia y reprocharnos nuestra condición de prisioneros de la esperanza. Lo más práctico o lo más sabio es considerar el más humilde de los deleites como una fortuna o una bendición. Ninguna victoria es definitiva y todos somos perdedores. Lo más cercano a la gloria es haber amado profunda e intensamente antes de que la muerte y la ausencia nos arrebaten a los seres amados, y seguirlos amando de la misma manera hasta que la nada vuelva a juntarnos.
domingo, 15 de agosto de 2021
Años nuevos
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