Los amargados y los ingenuos creen que la solemnidad es la cumbre de las artes. Si algo no es grandilocuente, extenso o abstruso, inmediatamente lo consideran «menor», «no esencial» —lugar común por excelencia de la crítica musical—, «prescindible». Siempre habrá, por supuesto, un lugar para la seriedad, para llorar a los muertos y lamentar que en la vida todo sea tan breve y todo llegue tarde, pero en realidad la maestría en un arte o un oficio se alcanza cuando se puede jugar con las palabras y la gramática, con los acordes y los ritmos, con los colores y las formas.
El humor está mucho más cerca de lo sublime que lo solemne. A través de las artes, tanto el creador como el espectador están tratando de volver a ese estado en que el mundo parece un misterio recién descubierto por los ojos de quien lo contempla. Ese retorno no es posible si se carece de la inteligencia y la sensibilidad para preguntarse por el origen y la función de lo que nos rodea, y para soñar y jugar mientras los otros están ocupados en regresar a la infancia por otros medios, digamos trabajar y ahorrar para comprar los juguetes lujosos o tomar las vacaciones que exige el niño interior.
La práctica hace al maestro y el maestro es aquel que puede jugar con su maestría. Se admira tanto la picardía de una jugada antológica de fútbol o de tenis, la cita inesperada o burlona en un solo de jazz o un estudio para piano, la rima osada o la engañosa sencillez de un poema, porque otro nos ha señalado el camino de vuelta a la niñez, y así vislumbramos o escuchamos brevemente la luz y los cantos de ese paraíso perdido. Tardamos muchos años aprendiendo a ser adultos y otros más tratando de recordar lo que intuitivamente sabíamos cuando éramos niños.
No se debe corregir a quien comenta que una obra maestra o de mérito parece creada por un niño. Tiene toda la razón. Incluso, son esos arranques creativos de la niñez los que más nos deslumbran en las creaciones de tono elegiaco o trascendental. Al escribir las líneas inmortales: