miércoles, 25 de agosto de 2021

Crear es jugar

Los amargados y los ingenuos creen que la solemnidad es la cumbre de las artes. Si algo no es grandilocuente, extenso o abstruso, inmediatamente lo consideran «menor», «no esencial» —lugar común por excelencia de la crítica musical—, «prescindible». Siempre habrá, por supuesto, un lugar para la seriedad, para llorar a los muertos y lamentar que en la vida todo sea tan breve y todo llegue tarde, pero en realidad la maestría en un arte o un oficio se alcanza cuando se puede jugar con las palabras y la gramática, con los acordes y los ritmos, con los colores y las formas. 

El humor está mucho más cerca de lo sublime que lo solemne. A través de las artes, tanto el creador como el espectador están tratando de volver a ese estado en que el mundo parece un misterio recién descubierto por los ojos de quien lo contempla. Ese retorno no es posible si se carece de la inteligencia y la sensibilidad para preguntarse por el origen y la función de lo que nos rodea, y para soñar y jugar mientras los otros están ocupados en regresar a la infancia por otros medios, digamos trabajar y ahorrar para comprar los juguetes lujosos o tomar las vacaciones que exige el niño interior. 

La práctica hace al maestro y el maestro es aquel que puede jugar con su maestría. Se admira tanto la picardía de una jugada antológica de fútbol o de tenis, la cita inesperada o burlona en un solo de jazz o un estudio para piano, la rima osada o la engañosa sencillez de un poema, porque otro nos ha señalado el camino de vuelta a la niñez, y así vislumbramos o escuchamos brevemente la luz y los cantos de ese paraíso perdido. Tardamos muchos años aprendiendo a ser adultos y otros más tratando de recordar lo que intuitivamente sabíamos cuando éramos niños. 

No se debe corregir a quien comenta que una obra maestra o de mérito parece creada por un niño. Tiene toda la razón. Incluso, son esos arranques creativos de la niñez los que más nos deslumbran en las creaciones de tono elegiaco o trascendental. Al escribir las líneas inmortales:

Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas... 
 
Miguel Hernández quiso decir que estaba triste como un perro. Un niño hubiera dicho eso. ¡Qué cerca está lo elemental de lo sublime! Sin embargo, estamos demasiado ocupados y fascinados con lo complicado para recordarlo, porque lo supimos cuando la vida no era más que un juego sin fin y lo olvidamos por andar jugando a ser serios.  

lunes, 16 de agosto de 2021

El misterio que somos

Así como poblamos la oscuridad con nuestros miedos, el otro —ese eterno desconocido— es el cristal en el que nos enfrentamos al reflejo propio. Nuestros enemigos se parecen mucho a nosotros mismos, especialmente en su manera de odiarnos, porque día a día, cuando no hora tras hora, debemos resistir a la tentación de aplastarnos la cabeza contra una pared, de arrancarnos la lengua y arrojarla a la basura, o convertir nuestras manos en la soga del verdugo.

Exigimos a los amantes que encuentren el fantasma de un amor en uno de nuestros incontables laberintos. Nos decepcionan si se niegan a contentar nuestra locura; si deciden seguirnos el juego, nos perdemos junto con ellos en algún recoveco por andar buscando a la madre o al padre ausente, o a una pareja del ayer o del ensueño. Vivimos empecinados en negar la realidad del ser amado y le atribuimos a su existencia y a su pensamiento, tan limitados como los nuestros, poderes divinos o demoniacos. Sin embargo, llevamos la vara mágica del hada en nuestra mano y la aureola del ángel brilla sobre nuestras cabezas. De la misma forma, nos pertenecen el recetario de la bruja y el pelaje de la bestia. Lo sublime y lo horrible del amante están en nosotros. Si no fuera así, no podríamos reconocer o imaginar su bondad ni su maldad.

A nadie conocemos. Ni siquiera al amigo de toda la vida. Solo vemos destellos o sombras de las fuerzas que bullen dentro de su humanidad como en el centro de un planeta. Nos conocemos un poco más a nosotros mismos. Desde esa ignorancia a medias interpretamos y juzgamos los actos y la inacción de los demás. Muchas veces basta una cortesía para enamorarse, pues desde el fondo del desamor la cordialidad parece un milagro. Acusamos al vecino de una mezquindad engendrada por nuestro aburrimiento o nuestra amargura. El otro es una ventana. Tardamos mucho tiempo en descubrir el interior. Pasamos décadas, cuando no toda la vida, encantados y horrorizados por la imagen de quien está mirando por fuera.

domingo, 15 de agosto de 2021

Años nuevos

Siempre esperamos la medianoche del treinta y uno de diciembre con la esperanza de que los próximos doce meses le robarán a la fantasía todo aquello que ansiamos. La embriaguez, la dicha y la ilusión de la víspera forman grietas sobre la realidad. A través de ellas vemos cómo nuestros deseos aguardan, encerrados en una cárcel cuya ubicación desconocemos, el momento en que la suerte dinamitará los muros de sus celdas y saldrán a gozar de nuestra libertad.

Olvidamos que el deseo solo se ama a sí mismo, que la insatisfacción es el espejo ante el cual vive admirándose y que, por lo tanto, las decepciones serán inevitables. Peor aún, ignoramos cuántas alegrías menospreciadas cuando eran costumbres, pan de cada día, rituales cotidianos o frecuentes, se irán con el año agonizante para nunca más volver.

Me asomé por primera vez a esta verdad en la última noche del año 2014. Noté en la piel de mi abuela Ana una palidez rutilante bajo las lámparas de neón del quiosco donde celebrábamos la llegada del año 2015. Sería también el último treinta y uno que celebrara con mi primo Zachary, pero en su caso no tenía la menor idea de esa fatalidad.

El palor de la abuela me hizo volver de los ensueños de amor, placer y viajes a un presente dominado por la conciencia de la muerte. El temor me empujó al silencio. En ese momento no pregunté por el aspecto de Mamá Ana, como la llamábamos todos sus nietos, ni hice el menor comentario al respecto. En marzo de 2015 a la abuela se le diagnosticó un cáncer y falleció luego de varios meses de un tratamiento tortuoso. Su postración y sus quejas son algunos de los recuerdos más dolorosos de mi vida.

En cambio, no recibí del destino ni del azar ninguna señal de que el 31 de diciembre de 2017 sería el último en que pudiera abrazar a mi papá. Recuerdo su alegría al salir a la calle junto con su hermano Diego para mirar y oír los relámpagos y los estruendos de los cohetes y los volcanes, la lata o la botella de cerveza en su mano, y su satisfacción por haber reunido a unos cuantos familiares en nuestro apartamento, en especial a la tía Mercedes, siempre renuente a esos encuentros. Tan contento estaba mi padre que debí advertirle cuán cerca estaba la humareda de la pólvora. Al verla, regresó con una agilidad casi de niño a la portería del edificio donde vivíamos, riéndose de su despiste.  

A mediados de enero su salud empezó a declinar rápidamente. Murió el 7 de septiembre de 2018. Me hubieran bastado una semana de tempestades, el canto de un pájaro o la advertencia de un ciego para atesorar el más leve detalle de ese último treinta y uno mientras trascurría, y para compartir más plenamente con mi papá la felicidad de estar vivo.

Mientras haya vida, siempre será posible que una charla, un abrazo o un beso sean los últimos. Es insensato lamentar la brevedad de la existencia y reprocharnos nuestra condición de prisioneros de la esperanza. Lo más práctico o lo más sabio es considerar el más humilde de los deleites como una fortuna o una bendición. Ninguna victoria es definitiva y todos somos perdedores. Lo más cercano a la gloria es haber amado profunda e intensamente antes de que la muerte y la ausencia nos arrebaten a los seres amados, y seguirlos amando de la misma manera hasta que la nada vuelva a juntarnos.

viernes, 13 de agosto de 2021

Azar

Hace unas horas encontré un naipe tirado en la acera. Estaba al revés. Con una ligereza tal vez fatal decidí no levantarlo. «Son tiempos de peste: mejor no ensuciarse las manos», pensé. Además, durante toda la vida adulta me he enorgullecido de ser nada supersticioso. Caminé un poco más despacio, mirando cómo el fondo rojo y las líneas blancas del arabesco reflejaban la luces de los postes o del carro que atravesó en ese momento una de las avenidas cercanas. Eran más o menos las nueve de la noche.

Durante todo el camino no puede evitar preguntarme por la historia y el valor de la carta. ¿Se le habrá caído del pantalón o del bolso a un mago, a un tahúr, a una tarotista aficionada o a una mentalista profesional? ¿Pertenecía a una baraja española o francesa? ¿Era uno de esos naipes cuyo número augura una buena mano de póquer o de veintiuna? Si al recogerla hubiese visto un corazón, ¿la falta de higiene no se vería recompensada por una efusión de optimismo? ¿Y si, en cambio, hubiera descubierto una hoz y un esqueleto...?

Me niego a volver al lugar del misterio. Atribuyo esta cobardía al sentido común y también a la fecha: es viernes trece.

Por culpa de la razón, seguiré ignorando mi futuro.

Tres refutaciones

Refutación del pasado


Es inútil que siga huyendo de tu nombre.
Lo escribe la luz y lo dice el viento
cuando intento esconderme
detrás de la palabra «presente».
Aunque los años hayan cruzado en bandadas
los cielos diferentes que miramos o ignoramos,
aunque estamos definitivamente lejos
de acuerdo con los mapas y los calendarios,
me persiguen la fragancia de tu ropa
aún colgada en ese patio triste,
el silbo largo de aquellos pájaros
que interrumpieron tu sueño una madrugada
y que no pude espantar ni descubrir en el balcón,
el brillo de la puerta blanca
tras la cual me esperaste un mediodía de marzo.

Llevo conmigo las luces de la ciudad
vista de noche mientras bajábamos por la montaña,
porque siempre estamos a punto de llegar,
porque realmente ningún camino termina jamás,
porque en la memoria nada es fugaz y todo es inasible.

Refutación de lo inerte


La vida lo abarca todo
y todo sirve a la vida.
El agua que la sustenta
viaja por venas de roca
y por arterias de piedra.
La sangre de los vivos
es hermana de la lava.
El duro suelo, aun estéril,
nos libra del infierno
y nos otorga la huella
como prueba de existencia.
El barro que no siente
abriga con su calor de madre
el presente y el futuro,
la raíz, el bicho laborioso,
la semilla, la larva que mañana
quizás reine en un planeta
donde la vida sigue ocurriendo,  
aunque nadie piense en ella.

Refutación de la cordura


Son límites vanos,
muros de aire,
la virtud y el vicio,
la sabiduría y la locura.
Se vive ebrio, o no se vive.
La mariposa y el pájaro salvaje
nos emborrachan con los colores de su vuelo.
Está muerto quien no siente, al caer la noche,
que las flores le revelan el aroma de la sombra
mientras duermen al pie de los árboles o tras los arbustos
como leopardos solares, pumas rojos, tigres naranja, zorros blancos.

No ama verdaderamente
quien no busca en el amor su propia destrucción.
Me queda, entonces, el consuelo
de haberte amado como debe amarse la vida:
más allá de la razón y la calma,
más allá del sentido y la certeza.
En un pueblo encantado y oprimido por la neblina,
entre una plaza de mercado y una iglesia,
pensé con deleite que mis restos se hallaban
junto a las carnes desolladas, las tripas revueltas,
las cabezas sin cuerpo de cerdos y terneros,
y que si estuvieras ahí los ignorarías
bajo el humo de las estufas y del frío.

Comprendí que mi pecado
no fue perderme en ti por unos meses,
sino impedirles a tus manos adoradas mi total devastación.

Contigo me esperaban
la locura y la muerte.
Tristemente, quedé a solas
con la vida y la cordura.