¡Gloria eterna a su negra majestad!
Hay algo de rey y de soldado
en su paso cuidadoso y valiente.
Siempre en guerra con los necios,
llega a los jardines y a las fincas
esperando nunca la piedra o la bala
que le muestra la posición del enemigo
o lo convierte en alimento del prójimo.
No conoce la envidia ni la codicia:
toda su fortuna es un trozo de pan
o las tripas de un ratón podrido
que en su pico lucen como piezas
de un botín imposible, como escudo
de un palacio donde el sol se rompió
en armas y cruces y copas, como alhaja
que en el fondo de un estuche parecía
polvillo de luna o llanto empedrado.
Vuela y regresa a la misma rama,
vuela y retorna al mismo cable
con la gracia y la constancia de un ángel.
Acompaña la agonía y bendice la muerte
tejiendo sobre ellas una corona de viento.
Su graznar es el ruido de esas puertas
que se abren cuando todo lo mortal
deja de ser y vuelve a su nada esencial,
cuando los muertos nos llaman
desde el lugar donde no existen
y donde tampoco existiremos.
Mira en sus plumas el espejo de tu suerte.
Mira los brillos entre la tiniebla
a la que inevitablemente te acercas.
Tú no eres menos rapaz ni mejor:
haz de vivir robando la esperanza
al desengaño y la dicha a los ausentes
que te dejaron menos vivo sin quererlo
o queriendo convidarte a su amargura.
Tú también serás platillo en el banquete
donde la vida continúa, voraz e insaciable.
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