De tanto amor a los vivos ya muertos,
de tanto abrazarlos como si fuera posible
esconderlos de la muerte por horas o días o años,
de tanta fe sin premio y de la esperanza amargada,
de tan constante desgracia cuando se espera el consuelo,
no puede quedar solo un sabor en la garganta,
ni el cansancio empozado en los ojos,
ni el ínfimo peso de la urna.
No es cierto
que por cada milagro implorado
recibiremos apenas un grano de polvo.
Quedan también imágenes, voces, risas:
mi padre bajando sonriente unas escaleras
cuando lo llamo en el sueño o el recuerdo;
el viento remedando el andar de mi abuela
en un patio donde ella nunca arrastró sus pantuflas;
las nubes aún saliendo del eterno cigarrillo
que mi primo fumó en ese último día de campo.
De la materia y de la dicha solo queda la memoria,
el pasado presente, la futura nostalgia,
el deseo jamás concedido y, sin embargo,
consumado una y otra vez por la imaginación todopoderosa.
Después de la muerte que tú y yo somos el uno para el otro
quedó también un mundo habitado y desolado al mismo tiempo
por tus bosques ardiendo y tus criaturas en llamas.
Tampoco es cierto que nada haya quedado entre los dos.
Para probarlo tengo los violines de una canción olvidada,
la cuerda de mi sangre enredada en mi garganta y atada a tus pasos,
la mirada a veces fija en esa puerta insoportablemente blanca
tras la cual me esperaste un mediodía de marzo,
aunque ni mis ojos ni nadie la abrirán,
porque ya no vives en el mismo lugar
y mientras yo esté vivo no te visitaré en otra casa distinta a esa.
De los muertos y de los ausentes,
de mi nada en la tuya y de tu vacío en el mío,
queda la belleza de la vida,
su hermosura ayer fugaz y hoy perpetua.
jueves, 22 de julio de 2021
¿Nada?
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