¡Qué vergonzoso encuentro!
¿Qué hice yo, qué hiciste tú ese año
para amargarnos tanto la víspera de aquella navidad?
De nada sirvió estar lejos y apartar la mirada
en cuanto tus ojos extrañados le preguntaron a los míos
quién era ese fantasma tan inoportunamente parecido a mí,
ese pordiosero hediondo, desdentado, incansable
en su marcha tambaleante desde un tugurio de tu conciencia
hasta el momento de nuestro encuentro después de tantos años.
Pues tú siempre juraste
que los problemas se cansarían de perseguirnos
a través de la niebla y las nevadas.
Siempre culpaste al calor y la humedad
por tu llanto de lunes a jueves
y tu embriaguez de viernes a domingo.
Siempre me prometiste
que tus resacas no serían tan terribles
en otro país más lejano y próspero.
Sí, aquí permaneces
mirándote en los charcos al pie de las aceras
donde la ciudad parece tan horrible como es de verdad,
buscando la esperanza entre los arcoíris del aceite,
viendo flotar en los mismos ríos
los mismos sombreros,
las mismas camisas,
los mismos calzoncillos,
los mismos pantalones,
las mismas medias,
los mismos zapatos,
los mismos colchones que llegarán juntos al mar
mientras tú sigues soñando con una playa de calendario.
No importa, nunca importó
quién huyó primero de la ciudad
después de nuestro último encuentro,
porque ella sigue y seguirá en nosotros.
Mi cuerpo es un árbol a merced de su sequía,
una de sus casas en obra gris desde que tengo memoria,
una de sus iglesias ladronas, una de sus oficinas anónimas.
Mi alma es otro de sus barrios de mala vida y de muerte peor.
Vete a Canadá o Francia, a Argentina o Italia.
Niégate a leer o a escuchar noticias.
Síguete ahogando en vinos de todos los colores.
Todo será en vano.
Cargarás la ciudad por el mundo como yo he llevado su cruz.
Sus neones moribundos te harán guiños hasta el último de tus días.
Las cortinas de goma a la entrada de los moteles
aún te despiden con tal tristeza que volverás para consolarlas.
Somos hijos de sus grietas,
maleza de sus lotes baldíos,
gallinazos en torno a su agonía sin fin.
No importa, nunca importará
cuán lejos te hayas ido.
Tu recuerdo sigue nublando mi vida.
Tu nombre asciende y reina como el humo,
y yo te espero aquí dentro, en la ciudad,
en la misma montaña,
con los brazos dolorosamente abiertos.
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