viernes, 29 de mayo de 2020

Adelaida sigue aquí

¡Qué vergonzoso encuentro!
¿Qué hice yo, qué hiciste tú ese año
para amargarnos tanto la víspera de aquella navidad?
De nada sirvió estar lejos y apartar la mirada
en cuanto tus ojos extrañados le preguntaron a los míos
quién era ese fantasma tan inoportunamente parecido a mí,
ese pordiosero hediondo, desdentado, incansable
en su marcha tambaleante desde un tugurio de tu conciencia
hasta el momento de nuestro encuentro después de tantos años.

No debimos encontrarnos aquí, en la misma ciudad,
sino en un jardín de Tokio o de Viena,
ante las torres de Shanghái o Dubái.
Hubiera sido mucho más fácil ignorarnos
entre los árboles, las flores, los aromas,
los mundos reflejados por miles de ventanas 
y la sombra titánica de los bancos y los hoteles.
Debimos encontrarnos en un lugar tan horrible o hermoso
que ambos pensáramos al vernos: "No voy a saludar,
porque los buenos modales son inútiles durante las pesadillas 
y sobran cuando un triunfo o un perdón hacen que se tema el despertar".
Debimos encontrarnos en un rincón de la memoria o el deseo
donde la nieve, la arena, las avalanchas y el rayo
sepultaran o quemaran nuestros nombres
si nos atreviéramos a decirlos nuevamente.


Pues tú siempre juraste
que los problemas se cansarían de perseguirnos
a través de la niebla y las nevadas.
Siempre culpaste al calor y la humedad
por tu llanto de lunes a jueves
y tu embriaguez de viernes a domingo.
Siempre me prometiste
que tus resacas no serían tan terribles
en otro país más lejano y próspero.

Sin embargo, todavía estás aquí,
en esta gran capital de la chatarra.
Aquí sigues
oyendo cómo se arrastra día y noche,
de sur a norte, de oriente a occidente,
sin cansancio y sin tregua, la basura por las calles.
Aquí sigues,
rodeada de cadáveres frescos y cementerios de camiones.
Sí, aquí permaneces
mirándote en los charcos al pie de las aceras
donde la ciudad parece tan horrible como es de verdad,
buscando la esperanza entre los arcoíris del aceite,
viendo flotar en los mismos ríos
los mismos sombreros,
las mismas camisas,
los mismos calzoncillos,
los mismos pantalones,
las mismas medias,
los mismos zapatos,
los mismos colchones que llegarán juntos al mar
mientras tú sigues soñando con una playa de calendario.

No importa, nunca importó
quién huyó primero de la ciudad
después de nuestro último encuentro,
porque ella sigue y seguirá en nosotros.
Mi cuerpo es un árbol a merced de su sequía,
una de sus casas en obra gris desde que tengo memoria,
una de sus iglesias ladronas, una de sus oficinas anónimas.
Mi alma es otro de sus barrios de mala vida y de muerte peor.
Vete a Canadá o Francia, a Argentina o Italia.
Niégate a leer o a escuchar noticias.
Síguete ahogando en vinos de todos los colores.
Todo será en vano.
Cargarás la ciudad por el mundo como yo he llevado su cruz.
Sus neones moribundos te harán guiños hasta el último de tus días.
Las cortinas de goma a la entrada de los moteles
aún te despiden con tal tristeza que volverás para consolarlas.
Somos hijos de sus grietas,
maleza de sus lotes baldíos,
gallinazos en torno a su agonía sin fin.

No importa, nunca importará
cuán lejos te hayas ido.
Tu recuerdo sigue nublando mi vida.
Tu nombre asciende y reina como el humo,
y yo te espero aquí dentro, en la ciudad,
en la misma montaña,
con los brazos dolorosamente abiertos.

Adelaide is still here

Oh, what a disgraceful encounter!
What did I do, what did you do during the year
to be ashamed like that on Christmas Eve,
the day —I remember— you dread more
than all the countless things you dread as well.
We saw each other walking on opposite sides of the street.
Your olive-colored eyes swiftly avoided mine,
as if I were the incarnation of all your regrets,
a naked madman stinking for miles, rambling,
wobbling towards you from a slum in your mind.  

We should have seen and ignored each other
somewhere else, the farther the better, let’s say
New York, Dubai, Shanghai, between impossible towers,
or under a shade so mysteriously fragrant, in Tokyo or Vienna,
that both of us would have thought: “Why, why should I say hello?
No, no, no. A dream is no place to be concerned with manners.”
And had you said hello, a foreign gale, a wind never heard before,
should have rushed to take your words away from my ears
to a desert, a cliff, a stormy sea or a rain forest inhabited by the angriest birds.

After all, you told me time and time again
that problems wouldn’t follow our trace
across the snow, among the fog.
It was you who claimed repeatedly
that heat and humidity were to blame
for your crying weekdays and your drunken weekends.
It was you who promised twice or thrice
that hang-overs wouldn’t be as gloomy in a distant nation.

And yet, you are still here,
here in this capital of junk,
listening for hours how trash never stops crawling over the streets,  
surrounded by rusty carcasses of buses without wheels and windows,
like remains of mechanical whales upon the dust.
Yes, here you are, looking for yourself in road puddles
where the city appears as horrible as she really is.
Here you are, desperately trying to convince your mind
that hope might be found if you stare long enough
at greasy rainbows over a sky of mud.
Here you are, close to the same river shores full of rags,
close to hats, shirts, pants, socks and shoes floating on water,
close, perhaps, to the corpse who used to wear them,
close to a mattress that sailed from a sewer
to reach the ocean sooner than your dreams.

I know you won’t, I know you never will,
but if you ask me what am I doing in the city,
I’ll tell you that there aren’t walls between her and me.
My body is one of her trees,
one of her anonymous buildings,
one of her many leprous houses.
My soul is just another ghetto.
I will carry her everywhere I go,
and so you will.
Move to Canada or France, to Italy or Austria.
It doesn’t matter.
The city will be where we are.
Her dying neon signs will be endlessly winking at you.
The rubber curtains at the entrance of the cheapest motels
will be waving goodbye while you are driven to the airport,
and will be moving behind your closed eyelids until you see their awful beauty.
We are children of her asphalt womb,
offspring of her countless cracks.

It doesn’t matter how far we are.
Your memory has forever clouded the world.  
Your name’s shadow is darker than any smog.
Sometimes I feel like a cross on top of a mountain,
condemned to wait for your embrace with painfully open arms.

jueves, 28 de mayo de 2020

A la poesía

Hablas a través de mí
a quien habrá de olvidarnos.
Por eso te sirvo como si mi locura
estuviese encadenada a tus tobillos de diosa,
por eso llevo mis labios a tus pies
tratando de aliviar
este sabor a caída.

Mi verso y yo somos el leño,
y tú eres la noche y el fuego.
Mi silencio y yo somos el hielo,
y tú eres el cincel y el martillo
que nos torna en breve monumento.

Cómo no amarte, si solo prometes
un destello en el agua,
un rumor de aire balbuciente.
Cómo no inclinarme a tu paso,
si cantas a la leche y la miel
cuando solo tengo lágrimas para calmar la sed.

Creo en ti sobre todas las cosas
porque también consuelas mi hambre
con la esperanza de un imperio en el desierto.

Me acerco a tu árbol,
a tu fronda encendida por la luz,
y la lluvia que te alienta
me convierte en un ángel
de embarrada blancura.

miércoles, 13 de mayo de 2020

El Miedo y La Esperanza

En este preciso momento, La Dicha se ha rebelado contra los dos tiranos de mi vida: el rey Miedo y la reina Esperanza. 

La derrota puede ser inminente. La Mente, siempre al servicio de aquellos monarcas, afila y organiza sus herramientas de tortura para desmembrar a la dichosa rebelde en cuanto sea derrotada. Heraldos y soldados cabalgan por mis arterias pregonando que todo placer será arrestado en el acto y desterrado a los dominios del Tedio y La Angustia, hermanos de sus majestades.

Vestida con mi carne y huesos solamente, La Dicha lleva por armadura el calor de este día. Su bandera de batalla es una brisa repentina. Por armas y escudos tiene mis brazos y mis manos. Sin otro poder que el de mis piernas delgadas, ha escalado a lo más alto de mi cabeza. 

Luego de capturar esa fortaleza llamada Razón, La Dicha toca una trompeta que suena tan desafinada como mi propia voz, pero más fuerte que los rugidos de El Miedo. La Esperanza sale a un balcón de su gélido palacio. Desde allí le exige a la insolente que aviente su instrumento al abismo y después salte a la muerte. 

La Dicha estalla en carcajadas y grita: “¡Quien viva esperando el paraíso morirá abrazando el aire! ¡Ninguna fortuna lloverá sobre ti! ¡Oh bendita soledad! ¡Oh feliz solitario que te pierdes y te hallas en tus propias obras! ¡Oh placentera realidad de los sentidos! El cielo está en el agua que refleja las alturas, cada árbol es un templo y el jardín más humilde contiene las reliquias más sagradas. Ama el viento y él cantará en tus oídos como los ángeles y las sirenas”. 

La Esperanza no puede creer que esté oyendo semejantes herejías y se desmaya. En el piso queda su vestido sin cuerpo. El Miedo aúlla y sus monstruos aparecen, uno por uno, en el horizonte. Sus sombras nublan el mundo hasta oscurecerlo todo. La Dicha no ve nada ya. Solo escucha gruñir, graznar y resoplar a sus enemigos. 

Lo último que recuerdo es la sonrisa desafiante de La Dicha.