A la abnegada y dulce Solángel,
que tiene corazón de clavel,
alma de estrella
y silencio de virgen,
estos versos de mi sangre torva y ruda.
Gruñendo a veces
y otras veces aullando,
me preguntó cómo pudo
de tu corazón tan manso
nacer mi corazón de lobo.
Solo tú lo sabes sin dudarlo,
solo tú oyes desde lejos
el perdón que aún no pido
y a mi madriguera llegas
con el pan que no esperaba.
Un amoroso rayo,
una devota flecha,
traspasa tu pecho,
desde tus ojos vuela,
atraviesa mi animal entraña
y juntos quedamos
en el dolor y la ternura,
en tu dulzura que me duele,
en tu bondad sin memoria
de las palabras más crueles.
Siempre estás
aunque no estés,
si no cercana, presente
entre lo oscuro de mi ser
y de la cueva. También afuera
despunta el milagro
de tu lumbre cotidiana,
bondad sin ocaso,
claridad que a ti misma
te ciega de mis errores.
Si la amargura
espumea de mis fauces,
si ladro injusticias,
si luce torvo este ceño
hijo de tu frente santa,
es porque temo
sobre todas las cosas
al pasado que ya perdonaste,
al presente que nos apura,
al futuro que habrá de separarnos.
¿Qué será de mis pasos
sin tu andar ya de paloma?
¿Cómo podrán mis días empezar
si la luz no entra contigo
en cuanto abres la puerta?
Sin ser de palo,
eres santa como la madera,
como una virgen o una copa
tallada a imagen y semejanza
de tu paciencia inagotable y terca.
Huérfano de ti, el mundo
espantosamente seguirá
girando alrededor de tu vacío,
atardecido desde el alba,
infierno gris, nublado averno.
Pero también en ese tiempo
volverás de donde no se vuelve
para seguir ocupada, barriendo
con el viento los enlutados días,
la hojarasca, mis papeles viejos,
y tu rocío sin llanto,
tu radiante llovizna,
me salvará como ahora salvas
a todas las plantas que has dejado
al amparo de mi negligencia y tu cariño.
Cuando nos encontremos
en ese lugar tan temido,
estaremos tranquilos
si a mi temblor ofreces
el ala divina de tu brazo.
Allá en la nada
caminaremos de nuevo
por la Gran Vía,
por El Retiro,
por el Paseo del Prado,
sin aquel calor de inframundo,
sin contar las horas ni los días
de las vacaciones, de la vida,
sin este miedo tan feroz y niño
de perderte y de faltarte, madre.
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