Una piel que mis besos no agotan;
un cuerpo que el tacto de los sueños
esculpe en la penumbra de mi cuarto
y el deseo convierte en luz palpable;
una caricia suspendida entre la noche
y el despertar, y por mis dedos retenida
como el frío de alguna montaña,
como el viento tras cerrar la puerta;
una siesta en que los brazos dormidos
alcanzan finalmente esa orilla humana
donde las olas se deshacen en besos
y vuelvo la espalda a la vasta soledad
para tenderme sobre un pecho de arena;
una música cuyos violines celebran
la entrada de mis caprichos y anhelos
a mis recuerdos y amarguras
con apasionada tristeza.
Hablo de esa vida que no pude,
no puedo ni podré vivir y, sin embargo,
he vivido, vivo y viviré en secreto,
tan oculto que a veces me sorprendo
esperando lo irremediablemente perdido
como si hubiera visto llegar a alguien,
puntual y sonriente, al lugar de la cita.
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