Soñé que me convertía en un hombre muy religioso, una especie de predicador demente. Sermoneaba a familiares y amigos diciéndoles que yo seguía creyendo en Dios aunque el diablo me había robado el alma. A todos los abrumaba y entristecía mi locura, salvo a mi padre, que me oía sin alterarse y sin lástima.
De repente quedé solo frente al mar. Levanté los brazos al cielo y empecé a gritar al horizonte que mi cuerpo desalmado estaba lleno de fe en Dios y desprecio por el pecado. También clamé a los vientos que el demonio era tan débil como la carne, y que mi devoción y mi virtud eran más fuertes. La marea se agitó pavorosamente. Olas gigantes nublaron el sol y rodearon la playa desde la cual yo imprecaba a Satanás.
Con el espíritu aplastado por la sombra del maremoto, llevé las manos al rostro y me agaché, pero no sentí caer una gota de agua. No recuerdo cuánto tardé en descubrirme los ojos. Cuando lo hice, solo vi arena por todas partes. O el mar desapareció o yo aparecí en un desierto.
Desperté angustiado por la suerte de aquel hombre y también por la mía. ¿Se había salvado de morir ahogado o estaba condenado a morir de sed? ¿Cómo podía yo tener la misma fe en mi cordura después de semejante pesadilla?
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