Este dolor enamorado de sí mismo
ha vivido mirándose en mis ojos durante tanto tiempo
que lo veo como a un gigante cuya frente lacerada por tu recuerdo
se pierde en un cielo idéntico a ti, donde no pueden distinguirse las nubes y el humo.
Cuando trato de ignorarlo, mi vista y yo nos perdemos en la ciudad que oprime con su sombra,
y vuelvo a esas calles espantosamente agrietadas, a los talleres del desastre y a los cementerios de chatarra,
a las locales grises y a las casas aún más grises,
a los barrios donde los matones te ofrecen licor y tú lo rechazas, halagada, solo porque la resaca te impide recibirlo en ese momento,
a una ciudad que ya no es la misma de hace diez años,
sino que eres tú, sucursal de la pena, capital del remordimiento,
terruño en el cual persigo y evito este dolor tan largo como una vida dentro de la vida,
esquina inundada por la cañería rota de este llanto,
ciudad de canchas en que tus amigos borrachos dividen el aburrimiento en dos tiempos de tropiezos y se dan las mejores patadas al final del partido,
de moteles cuyos espejos me mostraban escondido entre tus brazos como el fugitivo a punto de ser entregado por una cómplice en quien nunca debió confiar.
Además, no había escapatoria.
Antes de conocerte, los buses pasaban por tu casa de entonces
y tarde o temprano yo debía bajarme en tu estación o en una parecida a ti,
uno de esos rincones donde alcanzamos la iluminación admirando el brillo de un puñal o de los disparos en la noche.
Durante los ocho meses de nuestra historia me preguntaste dos veces por qué no podía ser otro.
Ahora lo soy. No soy el mismo. Soy este dolor gigante, esta cicatriz entre cielo y tierra,
esta montaña de basura siempre a punto de explotar,
estos huesos convertidos en estacas altísimas y levantados contra mis entrañas,
esta herida insondable, esta sangre que ruge como si quisiera ahogar a la muerte,
esta sombra tendida sobre toda mi vida,
este vivir contemplando el ocaso interminable de la esperanza que nunca fuiste.
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