viernes, 25 de febrero de 2022

Ciudad de mi sangre

A Santiago de Cali
 
Vivo dando vueltas alrededor de tus glorietas,
vivo buscando la juventud de mi padre difunto 
en unos barrios tuyos donde aun los fantasmas 
temen a esos vivos tan generosos con la muerte. 
Vivo al pie de tus torres y tus árboles más viejos,
esperando que me tornes en sombra, en hongo, 
en paloma color de humo, en levísima blancura
sobre tu azul violento. Vivo en las mismas casas
sin vivir en ellas, asomado a las mismas ventanas, 
viendo cómo tus nubarrones dominan el mundo 
y resumen mi vida. Vivo mirándote, mirándote 
porque siempre de tu cielo lloverá mi pasado, 
porque siempre regarás con él mis esperanzas, 
porque tus ríos tristes y tus caños entrañables 
embarran mi sangre y desbordan mi corazón 
de tal manera que me visitan tus garzas y tus buitres
cuando cierro los ojos. Vivo amándote como se ama 
a una madre anciana, tuerta y leprosa, porque hijo soy 
de tu desorden y tu angustia, de tus potreros convertidos 
en edificios idénticos a todos los demás, de tus andenes 
destruidos por formidables tentáculos de madera, 
de tus parques donde caminan solo los fantasmas
hasta que la desolación también los espante a ellos, 
de tu maleza gigante y tus montañas de escombros, 
de tu cal carcomida y tus jardines de arreboles. 
Cuando creo no saber quién soy ni para dónde voy, 
oigo a mi padre decir que tu norte le parece muy lejos
y las marquesinas de aquel teatro entonces nuevo 
me señalan el camino de vuelta a mí mismo, 
a tus calles donde basta una flecha de pájaros, 
el ruido de una bandera, una brisa repentina 
o el trino de unas campanillas en un balcón 
para sentirme dichoso de haber vivido en ti, 
de seguir esperando la esperanza misma 
en tus esquinas más horribles, de ser aquí, 
en estas calles y puertos y playas tan lejanos, 
polvo, papel, hojarasca, aserrín, plástico,
trozo de ti que has ofrecido al viento y al azar.

lunes, 21 de febrero de 2022

Siempre la esperanza

Creo que la esperanza es una condición vital del ser humano. Aun el más obstinado de los pesimistas, y aquel que se ufane de un escepticismo incorruptible, notarán que algunos recuerdos vuelven de la amargura, la resignación o el olvido con una dulzura no tan intensa como la de los entusiasmos del presente, pero sí fácilmente perceptible. Sin duda, no soy el único que en algunos momentos de profunda soledad se descubre a sí mismo revisitando alguna desilusión, algún fracaso sentimental, borrando el final verdadero y reescribiendo en la imaginación la continuación de la historia más allá del desencanto o del desamor. La esperanza ignora el fracaso y la muerte, por muy reales que sean. Es invulnerable al dolor. Rebosa en un instante los muros del rencor y la dignidad propia. Por arte de la esperanza, una presencia que fue destructiva vuelve a ser en la nostalgia esa bruma en la que sospechamos un fantasma de candor y ternura. Olvidamos por unos minutos las afrentas, las decepciones y el dolor, y seguimos esperando que aquella persona tan distinta a nosotros, tan perdida en su infierno o tan temerosa del nuestro, se convierta en el ideal cuya materia nos acompaña en las noches más largas y nos calienta en las más frías. Todo es eterno en la esperanza, ese reino del siempre. Cuando la realidad ha dicho «nunca», la esperanza se levanta como una ola terrible que viaja a lo ancho y a lo largo de un mundo sin orillas.

Gracias a la esperanza seguimos esperando esa llamada o ese mensaje que nada cambiaría del pasado, que solo nos enseñaría un remolino de dicha en un mar de tristeza, y se desharía en cuanto el presente lo aplaste con una de sus tormentas. Quizás la esperanza también sea la directora de esos sueños en los que encontramos a nuestros difuntos en la sala de una casa abandonada hace muchos años, sonriendo, riendo y hablando de todo, menos de enfermedades. Los viejos no son los únicos que hacen recuerdos de ilusiones e ilusiones de recuerdos. La esperanza nos arrastra a todos hacia ese lugar donde lo terminado jamás acabará y donde lo muerto renace bajo los escombros de su plenitud.


Consejos

Muchas veces he oído a los más rencorosos predicar la tolerancia e incluso el amor hacia sus amigos —tan insufribles como ellos—, a los hipocondriacos reprocharme mi falta de estoicismo ante un malestar frecuente, a los tacaños animarme a gastar mis ahorros con magnánima indolencia, a los dolorosamente tímidos invitarme a ser intrépido hasta el descaro en algún cortejo sin esperanza, a los chismosos recomendarme la purificación de los pensamientos a través de la oración. Cuando los oigo, siento que me está hablando otra persona muy distinta a la que tengo enfrente. Pero todos somos lo que no queremos ser, incluidos los más optimistas. Nada revela este absurdo de la condición humana como el acto de aconsejar. Quienes nos dan consejos son los sabios, héroes y santos a los que las almas confundidas, asustadas e irremediablemente pecadoras de nuestros consejeros anhelan convertirse. Yo también he interpretado mi papel en esa comedia de las aspiraciones. ¡Cuántos no han escuchado las palabras de ese hombre lucido e impávido que quisiera ser y que solo soy cuando me da por ofrecer consejos a quienes no me los han pedido!