Recuerdo aquel momento
en que llamaste «perdedor»
a uno de tus tantos amantes.
Dijiste que quería casarse,
tener hijos y llegar un día
a una casa donde las sonrisas
se encendieran como lámparas
de entrañable rareza y cálido esplendor,
pero la lujuria lo obligaba a prenderse
de cuanta falda hallara en el camino
con la angustia del perro
invitado a cenar por un niño
y luego molido a patadas
por un padre borracho.
Si algún día volvemos a hablar,
quisiera decirte que todos somos perdedores:
él, tú, yo y también el magno Alejandro
perdido en los delirios de la fiebre,
a merced de fantasmas
que se burlaron de la espada invisible
blandida por sus manos de enfermo,
y que lo oyeron pedir clemencia
como la pidieron esos aldeanos
aplastados primero por su sandalia invasora
y después por el olvido de los milenios.
Fue también perdedor Julio César,
cuyos hilos agitara cruelmente
la demoniaca epilepsia,
cuyo cuerpo sintiera el dolor de sus enemigos vencidos
cuando los libertarios buscaron la justicia entre sus entrañas de animal sagrado.
Nunca fue tan perdedor Bolívar como en el instante
en que lo pasearon por un barco con la esperanza
de hacerlo vomitar un mal en aquel entonces
entregado por completo a la supersticiosa impotencia de los doctores.
Nacimos sin nada para perderlo todo.
No fuimos dueños siquiera de ese tiempo
en el que creímos amarnos,
en que temíamos mortalmente
la llegada del adiós inevitable.
Al morir perderemos incluso
el remordimiento de haber perdido el tiempo.
Perdemos tanto mientras estamos vivos
que la muerte solo puede quitarnos
una vida ya perdida.
sábado, 17 de octubre de 2020
Perdedores
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