La tos, la fiebre y el dolor del cuerpo no me dejaban dormir. A la madrugada, el cansancio desbordó el malestar en cuyo abismo se había represado durante no sé cuántas horas, y me llevó de nuevo ante aquellas piernas interminables. Volví a ver cómo se extendían más allá de los pantalones que terminaban antes de la mitad de los muslos, más allá del banco de piedra y más allá de la mesa de granito bajo la cual descubrí su grandiosa longitud desde la entrada a la terraza del restaurante donde yo había cenado la noche anterior.
En la duermevela febril, las piernas se siguieron alargando a tal punto que ya no eran meras extremidades de carne y hueso, sino las orillas de un río que bien podía ser el Amazonas o el Congo. La piel tomó el color de un barro dorado y la lancha de mi delirio navegaba hacia un pubis hirsuto de vegetación. Copas de árboles gigantes y anchísimos arbustos rodeaban la costa que yo quería besar en cuanto me acercara a ella y volverla a besar cientos de veces, con una sed inextinguible de tierra.
Pero la lancha siempre estuvo lejos de su destino. Desperté del todo, más afiebrado y adolorido, sin la visión del claro ni de la selva, todavía encandilado por el brillo de las piernas-orillas entre las que navegué eternamente durante un breve sueño.