lunes, 7 de marzo de 2022

Vuelta al presente

Siempre he recorrido el muelle de Hermosa Beach como un extranjero entre extraños, sintiéndome incluso como un extraño para mí mismo. Pero hoy a las diez de la noche, hace unos minutos nada más, sentí que el muelle era una extensión de mi conciencia, y que su soledad era la mía. Adentro de un bar el rock retumbaba para nadie. Una mujer fumaba un cigarrillo electrónico a la salida de un restaurante mientras los últimos comensales lo abandonaban. Un hombre caminaba tomado de la mano de su novia y en la otra llevaba una botella de vino. Más allá, en otro restaurante, un grupo conversaba entre sombras apenas iluminadas por una bombilla de color verde. Los pocos que andábamos por ahí, tan distantes los unos de los otros como una estrella de otra estrella, no interrumpíamos la soledad del muelle, sino que la hacíamos más ancha y entrañable con nuestras propias soledades. 

Más allá, el puerto se adentraba más solitario aún en el mar y la noche, y quienes lo visitábamos —unas seis o siete personas— nos convertíamos en siluetas ambulantes. La única luz venía de algunas farolas, de la luna creciente, de su reflejo sobre el océano en penumbra, y de la luminaria de la ciudad reflejada por la marea nocturna. Esa oscuridad y ese esplendor también eran los de mi pensamiento. Mientras crucé el muelle desde el puerto hasta la avenida Hermosa, el viento diluyó mi cuerpo y tuve la sensación de estar vagando en un mundo interior, la sospecha de que el concreto estaba hecho de mis ideas, la impresión de estar soñando y de estar inventando el sueño a medida que observaba todo a mi alrededor. 

He paseado los viernes al final de la jornada y los fines de semana por el muelle de Hermosa Beach, perdido en muchedumbres, recuerdos, temores y esperanzas. En este muelle de las últimas horas del lunes me encontré con la vida y entendí que solo un gran placer o una profunda soledad nos hacen volver al presente. 

viernes, 4 de marzo de 2022

Arrabales del alma

Vete lo más lejos que puedas e intenta que los años te separen de tu origen. 
Vive recorriendo ciudades espléndidas  y pueblos fastuosamente gobernados por un aburrimiento de siglos. 
Trata de pensar, sentir y hablar como tus vecinos en una tierra extraña, hasta que oigas a tu conciencia como ellos te oyen a ti. 
Detente al pie de un asta enorme y miéntele a tu corazón, diciéndole qué tibia te parece la sombra de alguna bandera. 
Enciérrate en la habitación más recóndita de una mansión frente al mar y sal únicamente al balcón para ordenar a las olas que te defiendan de tu pasado. 
Tu tierra siempre sabrá dónde encontrarte. 
Una calle de la infancia, un barrio de la juventud, te visitarán con sus perros cubiertos de moscas, sus peluquerías eternamente solitarias, sus zapaterías atestadas por montañas de zapatos, sus tabernas oscuras desde el mediodía, sus charcos en los que la esperanza tropieza y de los cuales se levanta con las heridas embarradas de aceite, sus plazas de mercado hediondas a sangre estancada y a la muerte hecha fruto, sus buses ocultos tras el humo que sale de ellos como de un tren mucho más antiguo. 
Viajas porque el lugar de donde vienes quiere lanzar su semilla en otra parte. 
Eres la hoja de una rama que tu ciudad ha tendido a otras selvas, a otros parques, o que ha lanzado al viento para perderse contigo ahí donde tú también andas perdido, aunque te creas convencido de haber encontrado tu destino.
No importa cuánto desees o aparentes haber nacido en otra parte. No te marcaron los sitios de los que vives huyendo: tú mismo eres una marca, una grieta creciente en un andén, una avenida cada vez más destrozada, musgo sobre casi todos los ladrillos de un callejón temible, un piropo o un insulto acuchillado o pintado a la entrada de una casa tan lúgubre como una gran jaula construida  solo para mirar el cielo a través de barrotes. 
Te amas y te odias de la misma forma en que amas y odias los arrabales del alma, 
los rincones humildes y queridos donde entendiste más allá de la razón y la palabra 
que la verdad de tu vida y tu felicidad más profunda estuvieron, están y estarán ahí. 
Sigues jugando a conocerte en aquella cuadra ofrecida inútilmente al olvido, sigues pisando aquel patio en el que nunca volverás a poner el pie porque te fuiste lejos, 
sigues esperando el futuro en una esquina de tus quince años, 
sigues viendo pasar el mundo tras las ventanas polvorientas, 
pero no eres tú quien se mueve, sino el tiempo. 
Puedes bajarte en cualquier paradero y mirar cómo se alejan los años. 
Sabes muy bien dónde tomaste la ruta y sabes que allí volverás siempre, 
pues nunca te has ido.